Al anochecer, la Puerta del Sol está cubierta de nubes. El suelo, ocupado por miles de personas que reclaman –hay que fastidiarse- un Estado más justo, una democracia con mayor participación ciudadana. Bajo tierra, en el Metro, los luminosos recuerdan que la concentración no ha sido autorizada. La Junta Electoral de Madrid teme que pueda influir en las votaciones del 22-M. Así de ingrato, de inoportuno, es el descontento: puede influir en el voto. Estamos en campaña. ¿Prohibimos los problemas?
Miles de jóvenes, grupos de extranjeros, curiosos con cámaras fotográficas. “Hay más gente que ayer”. Personas. Sin trabajo, sin expectativas y, pese a la presencia de los antidisturbios, sin ganas de regresar a casa. Cierto, sin mucho en común. Kilómetro cero de la protesta. Lemas disonantes para un desencanto general. Por el castigo a los especuladores, contra el maltrato animal, denunciemos la corrupción. El resumen: más y mejor democracia. Un quiosco sigue abierto. “¿Vende usted más?” “No, qué va”. Pero vende mejor. Pilas a cuatro euros.
A las 11 de la noche caen cuatro gotas y, lejos de Sol, los políticos hasta ahora ajenos comienzan a inquietarse ante el temor a que la movilización les salpique. Son nuestros representantes legítimos, no son corruptos por definición, pero tampoco han sabido escuchar el hartazgo de coches oficiales, cifras oficiales, versiones oficiales. Aquí, gracias a todos, no hay sátrapas ególatras ni dictadores de geriátrico. No obstante, las moquetas han ido acallando los latidos de la calle. La decepción hermana, la frustración irrita, el inconformismo se subleva. Entre los adultos, un comentario compartido. “Esperemos que esto sirva para algo”.
Desde el domingo, la revolución se ha ido organizando. Tiene portavoces, secciones, una carpa para los medios de comunicación. Ante las patas del caballo de Carlos III, un joven enarbola un megáfono. "Extended los toldos, hay que traer cartones". Orden. “No rajéis la lona, no somos violentos”. Buenas costumbres contra la propaganda. “No bebáis, no fuméis porros, no hemos venido de botellón”. Muchos cargan sacos de dormir. Otros acarrean su vida. Chavales de Bangladesh recorren los corrillos ofreciendo latas de cerveza. Menores de edad, sin papeles, afincados en Lavapiés. “¿Vendes más?” “No, no beben”. Hijos del hambre, fugitivos de las fronteras. Esa palabra maldita: globalización.
La lluvia se torna insistente a medianoche. Mientras los concentrados terminan de levantar el campamento, la actriz Paz Vega irradia su serenidad desde una fachada. “Hidratación máxima, control total”. Los policías, ajenos a la consigna, permanecen inmóviles en la confluencia con la calle Mayor. No hay desalojo. El consumismo ataca ampliando la oferta del libre mercadeo. “¿Cerveza?” “No”. ”¿Y paraguas?” Capitalismo de ojos rasgados.
Las asambleas comienzan bajo el aguacero. El realismo arrecia con sus cifras insoportables. El precio de la vivienda, la escalada del paro. Cerca del lugar que ocupará mañana la megatienda de Apple, una chica reclama la tasa Tobin, el impuesto a las transacciones financeras internacionales. Aplausos en la acampada, las luces de Sol. Idealistas empapados en las nuevas tecnologías, desencantados con su propia sociedad, reclamando que, al menos esta vez, la lluvia caiga sobre todos.
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