Cuarta plaza en el Mundial de Cali 82, plata en el Europeo 83, plata en los Juegos de Los Ángeles 84. Hace tres décadas, la selección de baloncesto hizo vibrar durante varios veranos seguidos el entusiasmo deportivo español. El equipo nacional de Antonio Díaz-Miguel, forjado en torno a las estrellas del Real Madrid y del Barcelona pasaba página a una aburrida Liga para desafiar a los gigantones soviéticos y a los virtuosos yugoslavos. Una madrugada del verano del 84, Corbalán, Epi, Fernando Martín y compañía compartieron cancha en la final olímpica con estrellas emergentes del basket mundial como Michael Jordan y Pat Ewing. Perdimos 96-65. Parecía imposible pedir más.
Aunque apenas mido 1,60, jugué durante casi ocho años al baloncesto. Empecé en el colegio de Lourdes, siguiendo a mis amigos. Eran tan buenos que, con su tremendo talento en el perímetro, las manos rápidas en defensa y la zona “3-2 normal” de Moratinos, nuestro entrenador, ganamos la Liga federada de Valladolid en casi todas las categorías. Éramos bajos, tan bajos respecto a otros, que hasta juveniles apenas tuvimos un par de pivots. Y sólo pudimos llevar uno al sector infantil. El sábado anterior, al otro le rompió la nariz de un codazo un árbitro impulsivo que señaló con énfasis irrefrenable una falta personal. Al colegiado aquella tarde le pitaron, y mucho, los oídos.
Tres entrenamientos a la semana, dos partidos -liga escolar y federada- en la misma mañana. Comenzábamos el primero y, cuando estaba encarrilado, el quinteto titular del segundo atravesaba la ciudad en coche para llegar a tiempo. Más tarde aparecían, para desesperación del rival, los refuerzos. He compartido camiseta -casi literalmente- con bases prestidigitadores, con triplistas miopes, con palomeros silenciosos, con pivots que atrapaban los rebotes con los pies y con los hombros antes de que cayeran del aro. Como aficionado, he visto hacer magia a Cabrera, volar a Nate Davis, he sudado con Quino Salvo, he saludado a Sabonis. Una noche, en un pub, pero nos saludamos. No fue un encuentro en la cumbre, gentilmente se inclinó para darme la mano.
Nuestra primera foto de equipo, a los nueve años. |
Con el tiempo, alguno de aquellos compañeros jugó en
Poco a poco fui olvidando el baloncesto, me aficioné al fútbol del Barça de Cruyff, me entusiasmé con el rugby. Hasta que una tarde de 1999 me deslumbraron un grupo de chavales que desarbolaron en la final del Mundial junior de basket a unos estadounidenses que a partir de aquel día comenzaron a situar a España en el mapa. Desde entonces, nuestras estrellas brillan y hasta ganan anillos en la NBA . Y cuando en verano se juntan, nos asombran con sus exhibiciones de calidad individual y de intensidad defensiva, con su vertiginosa circulación de balón, y sobre todo con la impagable sensación de que disfrutan como amigos. Si algún día Delibasic, Jordan y Sabonis nos hicieron soñar, ahora sentimos que son Pau, Navarro y su banda los protagonistas de terribles pesadillas ajenas. Hace más de una década que nuestro basket garantiza espectáculo y medallas. Fuimos campeones del mundo, Europa se ha quedado pequeña. En 2008 la plata olímpica de Pekín supo a poco. Otro esfuerzo, por favor. Queremos el oro de Londres.
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