martes, 26 de abril de 2011

La inocencia perdida del fútbol

Ocurrió hace ahora 30 años. El árbitro pitó el final del partido y los futbolistas del Real Madrid, que habían vencido 1-3 al Valladolid, comenzaron a abrazarse jubilosos sobre el césped del viejo estadio José Zorrilla. Juanito y compañía celebraban la Liga entre la euforia de sus seguidores y la indiferencia del público blanquivioleta. Murmullo en la grada, miradas al marcador. Sorpresa. Un gol de Zamora en el descuento daba el empate a la Real Sociedad frente al Sporting (2-2) y el primer título al conjunto donostiarra. “¿Pero no se había acabado?” Las caras desencajadas de los jugadores madridistas en Valladolid. La fiesta más breve a la que he asistido.

El transistor en la oreja, el olor a puro, la meadilla del descanso, el recorte de periódico para interpretar aquel diabólico marcador simultáneo. (“¿Deportivos Paredes es el Betis-Hércules, o ése es Licor 43?”). Parafraseando al maestro Larraza, pocas cosas hay tan hermosas como disfrutar un partido de fútbol a través de los ojos ilusionados de un chaval. Siempre acompañado por mi padre y por el inolvidable periodista Félix Antonio González, frecuenté de pequeño el viejo estadio vallisoletano del Paseo Zorrilla. Con los años, mis aficiones cambiantes se ampliaron a las canchas de baloncesto y al campo de rugby. Ahora, como corresponde, intento cumplir con mis hijos: en unos días les llevaré de visita al Camp Nou y al Bernabéu.     

Candela es culé. A sus casi seis años, tiene una camiseta amarilla del Barcelona, regalo de sus tíos Gus y Anna. El gran Carles Puyol hizo que se la firmaran Piqué, Xavi, Iniesta, Messi y Bojan. A nuestra hija le gusta tanto el melenudo capitán azulgrana que, cuando marcó para España el cabezazo decisivo en la semifinal mundialista contra Alemania, nuestros móviles comenzaron a recibir mensajes de felicitación para ella. Rápida con el balón y la intención, y muy peleona, de mayor le gustaría ser “futbolista”, “estrella del rock”, o las dos cosas a la vez. También sigue la pista a Shakira y, de rebote, a Piqué.

Santiago, por el contrario, es merengue, muy merengón. Pronto cumplirá los ocho. Lee a escondidas los periódicos empezando por los deportes, acostumbra a hacer preguntas inconvenientes sobre las noticias y, aparte de futbolista, le gustaría ser “militar o médico forense”. En fin. Se hizo del Real Madrid gracias a la llegada de  Cristiano Ronaldo y le encanta peinarse con una cresta como la de su ídolo portugués. Olvidado el primer y desgraciado gol de su carrera, “en propia”, Santiago ha aprendido a pisar la pelota, a pasarla  y a pegarla fuerte abajo. En familia, es aficionado a protestar.   

Por razones de amor filial, en mi casa los cuentos de fútbol siempre acaban en empate. Hace diez días, di permiso a los dos mayores para ver el clásico liguero “sin insultarse ni pegarse”. Candela se puso rápidamente manos a la obra y en unos minutos nos enseñó orgullosa su canparta. “Madrid, cabrón, saluda al campeón”. Con las letras se va manejando; el vocabulario anda más suelta. Días después, Santiago sufría, tirado sobre una alfombra, el dominio azulgrana en la final de Copa. Cuando marcó el Madrid resucitó y hasta se puso chulito. Al día siguiente, porque no hay tregua, su hermana seguía picándole. “Nos da igual, porque se os ha roto”. Otro gol de esa inocencia infantil incapaz de comprender por qué unos señores silban y enseñan el culo mientras suena el himno español antes de un partido de fútbol, por qué otros señores critican a la selección campeona del mundo “porque está llena de catalanes”. Yo tampoco entiendo por qué los mayores nos conjuramos para jorobar los juegos que nos alegran la vida.  

Después de la derrota, también exhibe Guardiola un aire de inocencia perdida, de miedo al desvanecimiento de los sueños, de cierto temor a los tacos puntiagudos de la realidad. Hartos de fintar, tocar y marcharse, los jugadores azulgrana parecen haberse dado cuenta de que la fiesta de la Liga era un espejismo, de que cada balón oculta una batalla. Cansados de perseguir sombras, los gladiadores madridistas se afanaron hace una semana en meter la pierna y la directa, en dar patadas y en protestar, en presionar al árbitro, en sacar de quicio al rival. Jugaron su fútbol y ganaron. Argumentos discutibles, poco estéticos, pero legítimos. 

Tras el triunfo, se presenta Mourinho como un técnico engrandecido, todavía más veterano y resabiado, denunciando viejas conspiraciones arbitrales, mofándose de las acusaciones de fomentar un resultadismo que le va dando resultado. Tanto hablar, tanto hablar, al final ha conseguido que Pep entre al trapo criticando la señalización de un fuera de juego que efectivamente existió. Ahí le esperaba el portugués, con la palabra bien afilada, para apuntillarle en público. “Guardiola critica el acierto de un árbitro". "José es el puto amo en la sala de prensa", ha admitido, tocado -pero no hundido- el catalán. Silencio, silencio hasta el final, que sólo hable el balón, que nadie celebre antes de tiempo.

1 comentario:

ANTONIO RODRIGUEZ dijo...

Santi, bajando a los fangos del mundo plumífero (no se le puede llamar periodístico, por Dios!) del fútbol, leer esto, es como la rutinaria tarea del herrero echando agua al metal incandescente. Un fuerte abrazo: Antonio Rodríguez.