Zapatero habló y, por una vez, casi todos aplaudieron. Los que nunca le han aguantado, los que se sintieron traicionados por los recortes sociales y también, claro, los que han respaldado su trayectoria. El presidente del gobierno se marcha por España, por su partido y por su familia. Y obviamente porque estaba condenado a perder por goleada las próximas elecciones generales. Cuando hace 7 años llegó a la Moncloa , repitió con cierta inocencia que el poder no iba a cambiarle. El primer domingo de gobierno anunció por sorpresa que iba a sacar las tropas de Irak. Parecía la decisión de un ciudadano, más que la de un político profesional. Pero le salió bien.
El líder socialista ha tenido buen oído para escuchar el latido de la calle; las movilizaciones de la derecha, aun ruidosas, nunca han frenado las medidas sociales que dependían sólo de su gabinete. Ha mostrado intuición incluso para iniciativas arriesgadas y discutibles, como la negociación con ETA. El fracaso de la T-4 , que no le ha pasado factura, ya mostró que su voluntarismo idealista era insuficiente. De alguna manera, anticipó que iba a estrellarse contra asuntos más complejos que requerían el liderazgo, el acuerdo con otras fuerzas y la política de Estado. Así ocurrió con la errática reforma estatutaria y, por supuesto, con la tardía e insuficiente respuesta a la crisis económica. Las buenas intenciones, los anuncios inesperados han acabado demasiado a menudo en rectificaciones, desmentidos e inestabilidad.
En medio de las incertidumbres sobre la economía y las promesas de nuevas reformas, Zapatero salta a las portadas por lo que no hará: no será el candidato socialista en 2012. Un resumen simbólico de la segunda legislatura, de la parálisis contra la recesión. En los últimos meses, atrapado entre los sindicatos y Bruselas, el jefe del ejecutivo había complicado innecesariamente hasta el debate sobre su propia sucesión. Si el mero planteamiento de la cuestión invitaba a pensar en una retirada casi anunciada, el retraso en resolverla iba alentando las especulaciones sobre su continuidad. Al fin, este sábado se ha quitado la chaqueta de presidente para sacar billete hacia León. Un viaje de vuelta que maquilla su legado.
Zapatero se va como Aznar, pero de manera diferente. Con su publicitado talante, el presidente por un año parece dispuesto a distanciarse de la previsible contienda en su partido. Por debajo de los elogios forzados de los barones que miran con miedo el 22-M, el PSOE se enfrenta a un vértigo delimitado por el vacío y el temor a las luchas internas. En la otra orilla, el PP se ve obligado a modificar la estrategia para una batalla que las encuestas habían sentenciado a su favor. Frente al ineludible debate sobre la crisis, Zapatero pone ahora en la calle la comparación en torno al modelo sucesorio de unos y otros. Es su última jugada. Salva el partido para los socialistas, aunque es difícil que les permita remontarlo. Y ya no será derrotado por Rajoy. El adiós de un superviviente.
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