“Hemos hecho lo que teníamos que hacer”. En abril de 1986, Ronald Reagan justificó en esos términos el bombardeo de objetivos estratégicos en Libia. Washington acusaba a Muammar el Gadafi, que escapó ileso por poco, de instigar el ataque a una discoteca de Berlín que costó la vida a un militar estadounidense. Recuerdo mi discusión con el profesor Lanchares durante la clase de Historia. Él, partidario de la mano dura, aseguraba sin mentir que el líder libio era un terrorista; yo, un estudiante idealista de COU, replicaba que debería ser juzgado, no bombardeado.
Dos años después, en 1988, se produjo el atentado contra un avión de la PanAm. Tras una explosión en pleno vuelo, el aparato se precipitó sobre Lockerbie. Murieron 270 personas. El caso, ahora sí, fue llevado a juicio. El régimen libio reconoció su responsabilidad –no la del propio Gadafi- y pagó compensaciones económicas a los familiares de las víctimas. Pero el paso del tiempo y la realpolitik de los petrodólares rehabilitaron al dictador, rompiendo su aislamiento.
El tirano ya no era un paria, aunque despertaba recelos. Todavía en septiembre de 2009, los países occidentales prefirieron enviar representaciones diplomáticas de segundo nivel a los actos conmemorativos del cuadragésimo aniversario de su dictadura. Estaban molestos porque el único condenado por el atentado de Lockerbie, Abdel Baset al-Megrahi, fue recibido en Trípoli como un héroe por el propio Gadafi. El agente libio había sido extraditado poco antes desde Escocia por razones humanitarias: sufría un cáncer incurable en fase avanzada. Por cierto, creo que todavía vive; o, por ser más exactos, no he hallado ni un solo dato sobre lo que entonces parecía un cercano fallecimiento.
Gadafi, acorralado por el reloj, bombardea estos días sin remordimientos a su propio pueblo, que se ha levantado para defender la libertad. Mientras la comunidad internacional decide – EE. UU. aún no sabe, Europa no contesta – cómo precipitar su salida del poder para sentarle en el banquillo, algunos idealistas dudamos si lamentar que aquella desproporcionada reacción de Reagan no alcanzara al líder de la revolución libia.
Las leyes internacionales, la fuerza o la razón, las trampas prácticas de la conveniencia. Delicados dilemas. En la última década, he vivido en CNN+ una guerra “justa” iniciada por Washington contra Afganistán por ocultar a los autores de los brutales atentados del 11-S, y también la invasión “injusta” de Irak con la excusa de unas armas de destrucción masiva que nunca existieron. Ofensivas militares en las que primero intuimos, de noche y con resplandores verdes, cómo caían las bombas. A la luz del día, descubrimos que las víctimas, tanto unas como otras, tenían cara, ojos y familiares que les lloraban. La verdad, el primer paso para la justicia, se esconde casi siempre en los detalles, en los matices, en esa materia prima que suele detectar la mirada de los periodistas.
Reconozco que es un ejemplo grandilocuente, deliberadamente alejado de la prosaica preocupación que desde hace meses nos atormenta. Sobrevivir. Porque hacemos falta. No sólo para buscar, en Youtube o Liveleaks, las imágenes grabadas y enviadas con un móvil desde Bengasi, sino para recordar que, aunque se encuentren junto a un perro que parlotea en esperanto o a la espontánea deposición de una celebridad, no valen lo mismo.
Los periodistas, por el contrario, sentimos que nos hemos depreciado. Telecinco, una empresa con crecientes beneficios, consumará en unos días el despido, a través de un ERE, de otros 57 compañeros de la factoría informativa que integraron Noticias Cuatro y CNN+. Unos cuarenta más hemos salido desde diciembre. Lo mismo ocurre en otros grupos, en tantas redacciones. Periodistas, da igual la especialidad. Daños colaterales de una crisis que nos sorprendió trabajando, que reduce nuestra industria a escombros, que nos arroja al realismo, que nos deja en el suelo preguntándonos cuándo nos equivocamos, cómo podemos reivindicarnos y si, usando la expresión de Reagan, hemos hecho lo que teníamos que hacer para defender esta puñetera profesión.
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