Comienzo a caminar hacia casa, todavía disfrazado. No quiero que nadie me reconozca; siempre he sido tímido. Yo tampoco me miro, prefiero no saber cómo soy. Extraña obligación: ser. Se puede estar o no estar, pero ¿por qué siempre hay que ser de alguna manera, incluso equívoca o cambiante? Es extraño, estoy extraño. Me siento extraño. Las copas me ponen existencialista. Ponerse. Me meten en jardines mentales. Meterse. Mejor lo dejo y me siento. Cansado.
Carnaval, jugar a ser otro. No quise vestirme de superhéroe de película, guerrero de las galaxias ni mago del gol. Un ganador, ídolo de masas. Me daba pereza, quizá vergüenza. Resulta pretencioso. ¿Y un perdedor, derrotado por la vida? Los hay a cientos en el telediario, en la calle, tras las tapias del cementerio. Demasiado visto. No hace falta. Basta con jugar a no-ser. Ponerse una careta o quitarse la habitual. Mantenerse a cubierto, tapado, escondido. Como ahora estoy.
Examino al estudiante con ademanes de político. Atril, maletín y primera piedra. Prometiendo billetes más baratos, hospitales con máquinas modernas y menos médicos, Internet gratis, subvenciones no contaminantes. Se revuelve incómodo. Intento convertirme en invisible, no-estar, yo tampoco le gusto. Ni a esas monjas madrugadoras, ¿auténticas o falsas?, que se acercan agitando sus buenas intenciones. Una mirada furtiva, luego reprobatoria. Quizá les recuerde a la hermanita bienhechora que distribuía a escondidas bebés robados por el bien de todos, corrigiendo los borrones de ese dios tan ocupado que se despista con los detalles…
Llega el autobús. Desfile freak en la parada de los monstruos. Maromos a lo loca, con más pelos que faldas y el sexo alcoholizado en los ojos, acosan a una mujer-araña que, maldiciendo su ocurrencia, se escabulle conmigo a la última fila. Como si el problema fuera el disfraz. Abucheos al conductor exprimido en su uniforme (o a su suplantador). Insultos a un jeque arrugado que, tras reclamar silencio, garantiza petróleo gratis para todos. Aplausos. Las personas normales hacemos cosas raras. Cualquier noche, con o sin coartada.
En casa, sentado sobre la cama, me despojo del traje. Jamás volveré a convertirme en espejo cóncavo. Busco un último reflejo antes de apagar la luz. Ahí estoy, en el centro de gravedad de la realidad deformada. Tal vez soy eso, o ya no me reconozco.
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