lunes, 3 de enero de 2011

Telerrealidad

“Muy importante, el pie izquierdo primero, fijaos, ...” Ni corbata, ni silencios enfáticos, ni un atisbo de seriedad. En la frecuencia ocupada hasta anteayer por un extinto canal de informativos, un grupo de jóvenes con aire a desaliño premeditado ensaya entre la concentración y el hastío la coreografía del viejo éxito israelí “Abanibi aboebe”. Miro con nostalgia a la base de la pantalla, esperando una milagrosa última hora sobre los improbables progresos de la paz en Oriente Próximo. En vano. “Marta tiene nariz de cochinilla”. Bueno, es un dato, tal vez subjetivo. Será aquella chica del fondo…

Nunca me llamó la atención “Gran Hermano”, ni siquiera cuando, hace casi una década, la hora del confesionario sincronizaba todas las pantallas de la redacción. George Orwell creó la expresión para alertar de la omnipresente vigilancia de las dictaduras insomnes y Telecinco la adoptó para designar un programa de cámara oculta que mañana, tarde y noche suministraba material a toda su parrilla. La estrategia tuvo éxito, los programas de telerrealidad, en la variante “vagos buscavidas”, “esforzados meritorios” o “famosos de promoción”, siguen presentes hoy en las grandes cadenas. Aunque, para evitar el aburrimiento, los guionistas han buscado distintas ocupaciones a unos participantes que, por lo demás, no parecen tener mucho que hacer.

Como periodista, debería interesarme lo que le interesa a la gente. Y casi siempre es así. Nada hay tan triste como un telediario donde sólo aparecen políticos, nada más frío que un espacio envarado que ha perdido el pulso de lo cotidiano. Pero nunca me han enganchado esos programas. Los veo con suspicacia, sin evitar el distanciamiento, sintiendo que la cámara no ha descendido a la realidad, pensando que han sido los concursantes quienes han trepado un peldaño de estrellato para disfrutar de los 15 minutos de gloria que les concedió Andy Warhol.

Supongo que la televisión puede dinamitar la espontaneidad de los profanos, del mismo modo que la cámara favorece la compostura de los profesionales. Y también la impostura. En Nochevieja la pequeña pantalla se convirtió, de forma inevitable, en una fiesta programada con cierto tufillo a falsedad. Lentejuelas, brindis espumosos, éxitos musicales en play-back . Todo, las bromas y las copas, la añoranza de sorpresas vitales, se antojaba previsible, radicalmente contrario a un año nuevo.

Regreso a los ociosos concursantes, a sus conversaciones más o menos sinceras, a sus deseos de agradar y epatar. Me planteo qué recordarán del año pasado, dónde celebraron la conquista del Mundial de fútbol, si tendrán oportunidades de encontrar trabajo estable, cuántos amigos han conquistado ya en Internet, cuál fue el último libro que leyeron, cómo resumirían su 2010.

Me pregunto si yo mismo he estado encerrado en un canal de información continua durante una década, convertido en otro maldito Truman, editando noticias que caían al vacío y se enlazaban en un show vital para divertimento de ese mundo que aspiraba a interpretar. Rompo la pantalla, derribo la puerta, grito “evasión, evasión, evasión”, mientras intento saltar, inseguro, a la realidad, para tropezar, molesto, con la certeza de que yo tampoco sé apoyar en primer lugar el pie izquierdo.

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