Oculto bajo un manto de miseria y abandono, Ted Williams escondía un pasado. Una carrera olvidada como presentador de un programa radiofónico de jazz, la envenenada deriva por el alcohol y la droga, su reconocida experiencia en autodestrucción. Hasta que un periodista con oído colgó su vídeo en Youtube. Ahora, repeinado y con los dientes mellados por la vida, el indigente de la voz profunda sonríe delante de un micrófono, seduciendo con su rehabilitación navideña a un país, Estados Unidos, convencido de ser el edén de las oportunidades.
El año nuevo también ha traído una nueva vida a las hermanas Scott. Fueron condenadas por tender una emboscada a dos conocidos para que tres adolescentes les atracaran a mano armada. No hubo heridos, no hubo muertos. El botín fue de 11 dólares, de 200 según los testimonios más desfavorables. La sentencia para ellas, cadena perpetua. Más grave que la impuesta a los propios asaltantes, uno de los cuales denunció presiones policiales para inculparlas. Mano dura, las reglas del Oeste. Las Scott se empeñaron tanto en vivir que una de ellas, enferma del riñón y necesitada de diálisis, ha resultado demasiada cara para las arcas del Estado de Mississippi.
Esta semana, tras 16 años entre rejas, el gobernador ha permitido su salida de la cárcel. No las indulta, suspende su condena. Con una condición: que una de ellas done su riñón a la otra. Edulcorante de compasión para los desgarros de la justicia injusta. En tiempos de crisis, las cuentas no entienden de leyes ni sentimientos. Las hermanas tendrán que costearse ellas mismas el posible trasplante. Recién recobrada la libertad, han anunciado que pedirán donaciones. La tierra de las dádivas, de las promesas, de los milagros.
Gabrielle Giffords, congresista demócrata, fue tiroteada el sábado 8 de enero cuando se dirigía a sus simpatizantes en la puerta de un supermercado de Arizona. Seis personas murieron bajo los disparos indiscriminados de un desequilibrado que había planificado durante meses la matanza. Giffords había sido amenazada en varias ocasiones por sus ideas progresistas, por ejemplo, frente a la caza de inmigrantes preconizada por el gobernador de este estado fronterizo con la pobreza.
No, ningún político disparó contra la congresista. Ninguno, seguramente, deseaba su muerte. Pero los republicanos más radicales habían excitado la crispación en los últimos meses frente a la reforma sanitaria de Obama. Agitaban un alegato populista: la sacrosanta defensa del individuo frente al Estado. Una coartada exageradamente emparentada con el mito fundacional de los pioneros, los conquistadores de un territorio todavía sin ley. El mismo mandamiento sobre el que se asienta el irrenunciable –también para Giffords- derecho a la tenencia de armas.
Extrema agresividad verbal, exaltación suprema de los valores individuales, arsenales de libre disposición. Cuando los ultras (de cualquier signo) envenenan la convivencia, los dementes se envalentonan. La tierra de las oportunidades desprecia entonces el paso del tiempo y el respeto al Estado para regresar, sin saberlo, al salvaje Oeste.
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