El jueves se presentaba soso. Las noticias parecían arrastradas por el lodo tóxico del día anterior: el entrenamiento de etarras en Venezuela, las dudas sobre la recuperación económica, la problemática reforma de las pensiones. Qué aburrimiento. A la una se fallaba el Nobel de Literatura. El jefe de la sección de Cultura, Luis Felipe Torrente, ya había conseguido el teléfono de la traductora de ese autor africano al que iban a galardonar. Una cámara aguardaba cerca de las grandes librerías de Madrid para grabar, en algún estante recóndito, las obras del escritor recién elevado al Olimpo literario.
Mario Vargas Llosa. Qué decir. Un reconocimiento inesperado por demasiado esperado. Una maravillosa sorpresa que rescató del tedio a los informativos y que estúpidamente me hizo sentir por un rato algo menos ignorante. Me encanta leer, acostumbro a ojear los suplementos literarios, pero nunca había oído hablar de alguno de los escritores premiados en los últimos años. Y no lo digo con petulancia ni afán de epatar, sino como reconocimiento de mis propias limitaciones. Por una vez muchos pudimos debatir cuál era nuestra obra favorita.
Descubrí a los autores hispanoamericanos en la adolescencia. Primero a García Márquez y a su telúrico elenco de José Aurelios y Aurelianos. De ahí salté, picoteando, a Vargas Llosa, a sus visitadoras, a sus militarones. Luego a otros. Si la vida nos coloca habitualmente ante cósmicas disyuntivas –Coca Cola o Pepsi, Madrid o Barça-, la gran literatura sortea las fronteras y nos permite idolatrar a varios talentos sin temor a ser acusados de traición.
García Márquez y Vargas Llosa, antiguos amigos, exiliados en las Letras, distanciados por la vida, un orgulloso liberal y un izquierdista irredento, ahora igualados en el Nobel. ¿Por qué elegir? Dos escritores y maestros del periodismo, uno del reportaje, el otro de la opinión y de la crítica. Narradores irrepetibles que han coloreado para la fatigada Europa la sórdida realidad de las dictaduras hispanoamericanas: mariposas amarillas, espadones ensimismados, sátrapas sátiros, prostitutas alegres y también tristes.
Leo bastante, todo lo que puedo, y no doy abasto. Leo de forma desordenada y asistemática, contagiado a veces por la esclavitud del cánon, salpicado otras por los impulsos de la moda y el diluvio de las novedades. Leo de forma compulsiva cuando me atrapa una historia original, real e imaginativa, engarzada sobre el ritmo de su prosa y la sonoridad de las palabras. Leo para aprender, para sorprenderme, para disfrutar las vidas que no he vivido, pero que algunos grandes fabuladores han soñado por mí. Leo como homenaje a los noveles, a los consagrados, a los maestros, a los Nobeles.
Sí, el jueves acabó bien, incluso para el resto de los candidatos: aprenderán a no desesperar. Fue un día feliz para Luis Felipe, que pudo felicitar telefónicamente a Vargas Llosa antes de solicitarle un par de entrevistas. Enhorabuena a todos. Por la reparación de la injusticia, por la alegría del galardón a la lengua española, por la simpatía hacia un Premio Nobel que, demasiado humano, temió haber sido objeto de una broma pesada. Brillante giro argumental para la historia de una vida dedicada a la gran literatura.
1 comentario:
Compré “La ciudad y los perros” en el Mercat de Sant Antoni hace unos cuantos veranos. Atraído por la edición y por estar en el puesto de un abuelete del que me fiaba. No vendía cualquier cosa. Incluso dijo lo de “qué bueno este libro, es de los buenos, del principio, no como ahora que es un vendido capitalsta”.
Pocos días antes de salir de viaje en coche por Europa del Este con unos amigos lo comencé. Creo que leí las primeras páginas unas cinco veces, sin entender nada, y cuando tuve que hacer el equipaje pensé “bueno, me llevo sólo éste, porque en quince días no me lo acabo ni de coña, y mejor… así voy ligero de equipaje”.
Más o menos a mitad del viaje llegué al final. Y volví a comenzar. No podía parar.
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