Hace quince años José María Aznar aupó al PP al poder por primera vez a nivel nacional. Después de cuatro legislaturas, el felipismo agonizaba entre acusaciones de paro, despilfarro y corrupción. En una campaña cuesta arriba y contra el reloj, González remontó parte de la desventaja electoral que pronosticaban las encuestas. Se quedó a 300.000 votos de la victoria, pero encadenado a una derrota que, pese a la etiqueta de “dulce”, puso fin a su liderazgo interno, desencadenó años de deriva socialista, y tras la sucesión entre Almunia, Borrell y de nuevo Almunia, llevó a la derecha a un segundo y rotundo triunfo por mayoría absoluta.
La campaña que comenzó la pasada medianoche repite algunos elementos de entonces. Para empezar, la desaforada escalada del paro y la creciente incertidumbre sobre la recuperación económica han colocado al actual candidato socialista, Alfredo Pérez Rubalcaba, contra las cuerdas. En la pizarra, con letras rojas, un mensaje devastador para el PSOE: con recortes probablemente mal repartidos, puede que incluso sembrando nuevas burbujas, el electorado sin sesgo partidista percibe que el PP se encuentra más capacitado para encontrar la salida a la crisis.
Esta percepción se ha ido construyendo sobre una ecuación que asocia el despilfarro con la Administración del Estado y especialmente con las comunidades autónomas. Aeropuertos sin aviones, autopistas sin tránsito, fastos autoafirmativos. El resultado, una catarata de impagos por gobiernos de todas las siglas. Al final, los excesos con el dinero de todos acaban oscureciendo la necesidad de prestaciones públicas básicas. Y se establece una falsa dicotomía entre la aparente gestión empresarial y la sospechosa cultura del subsidio.
Frente al hundimiento ético de los noventa, al PSOE le amparaba la integridad de sus dirigentes durante las dos legislaturas de Zapatero. Más allá de la escala local, los socialistas han visto incluso cómo los tentáculos de la trama corrupta Gürtel afectaban a dos gobiernos del PP tan representativos como los de Madrid y la Comunidad Valenciana. Incluso el escándalo de los falsos EREs pagados por el ejecutivo socialista andaluz parecía confinado a los límites de esa comunidad. Desde hace unas semanas, los indicios de que un primo de José Blanco pudo cobrar comisiones a un empresario imputado para facilitarle el acceso al ministro de Fomento, han resucitado el fantasma de Juan Guerra, el conseguidor. El asunto llegaba al Tribunal Supremo unas horas antes del comienzo de la campaña electoral. Lo que le faltaba a Rubalcaba.
“Pelea por lo que quieres”, pedía ya de madrugada el candidato socialista. Y mucho tendrá que pelear. Contra la trilogía del “paro, despilfarro y (presunta) corrupción”. Contra las encuestas, la última la del CIS, que pronostican su debacle. Y sobre todo, contra la creciente sensación de cambio de ciclo. Buscando una improbable remontada, Rubalcaba apuesta por la ideología, recurre a los símbolos del partido. Mañana reunirá a González y Guerra en Dos Hermanas. En su cuesta abajo, el candidato Felipe todavía sumaba; hoy parece asumido que Zapatero resta aunque se haya retirado del escenario.
“Súmate al cambio”, reclamaba Mariano Rajoy desde Cataluña. Un guiño al autoproclamado centrismo que condujo al PP a la Moncloa en 1996. Con la economía como argumento, el candidato popular trata a toda costa de evitar errores. La receta del silencio y la inconcreción, incluso en asuntos sensibles para sus simpatizantes como el aborto o los matrimonios homosexuales. Desde su debilidad interna, y con el tiempo como aliado, Rajoy ha asentado su carrera de fondo frente al sector más derechista del partido. A un pasito de la fiesta en Génova, nadie, ni siquiera Aznar, cree ahora oportuno criticarle.
El sprint hacia el 20-N se ha lanzado desde los tacos de 1996. Con protagonistas de entonces. Pero quince años después, más viejos y menos inocentes, muchos votantes llegamos a la carrera desfondados de ilusiones.
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