Malos tiempos para los políticos profesionales. En estos días de campaña, el eco de sus propuestas se estrella contra el descrédito acumulado por las corruptelas de algunos. Con un gesto de fastidio, muchos ciudadanos desconfían de la movilización electoral mientras las redes sociales se agitan cuestionando la representatividad de diputados y senadores. Los votantes más concienciados se quejan, y con razón, de que la democracia no debe agotarse en las elecciones. Pero esta misma semana, sin siquiera tiempo para acudir a las urnas, dos primeros ministros europeos, el griego Yorgos Papandreu y el italiano Silvio Berlusconi, han tenido que abandonar sus cargos para facilitar gobiernos técnicos, de emergencia o de unidad, que se enfrenten con mayores garantías a la crisis económica.
Berlusconi se propuso encarnar a escala nacional su éxito en los negocios y ha acabado convirtiéndose en una broma pesada para todala Unión Europea.
Berlusconi se propuso encarnar a escala nacional su éxito en los negocios y ha acabado convirtiéndose en una broma pesada para toda
Con el paso de los años, y pese a su control de los medios, la realidad ha resquebrajado su espejito mágico. El triunfador rampante ha sucumbido al histrionismo, retratado como presunto muñidor de amaños y sobornos, anfitrión de fiestas y orgías que le han llevado al banquillo de los acusados, empeñado en una batalla por garantizarse por la inmunidad que ha dejado en evidencia su falta de estatura institucional. Y en último término, la consumación de su derrota. Más allá de sus escándalos personales, de sus repetidos enfrentamientos con otros poderes del Estado, del distanciamiento con su propio ministro de Economia, el “Cavaliere” se marcha despedido por los mercados y dejando a Italia, la décima economía del planeta, al borde del rescate.
El fracaso de Berlusconi radiografía a un modelo de empresario que, con la excusa del aval electoral, manosea la política para favorecer sus intereses. En paralelo a Berlusconi, sustentado igualmente sobre pretenciosas promesas de seguridad y prosperidad, Jesús Gil y Gil llegó a la alcaldía de Marbella en 1991 aupado por la popularidad que le proporcionaba la presidencia del Atlético de Madrid. En 1996 los rojiblancos conquistaron el doblete. Fue su efímero minuto de gloria. Unos años después, él se encontraba encarcelado, el equipo en segunda división, el club intervenido, y la ciudad malagueña, endeudada para lustros, se había convertido en la capital de la corrupción urbanística. El ostentóreo constructor no fue el único que emprendió la aventura política. Mario Conde o José María Ruiz-Mateos intentaron, sin éxito, lavar con papeletas sus antecedentes penales.
No es casualidad. Los adalides del populismo siempre han medrado a partir del descontento general con la gestión pública. Comienzan asumiendo la legítima exigencia de control sobre el dinero común. Continúan su escalada exagerando la incapacidad de las administraciones, aumentando las incertidumbres futuras, alimentando el miedo a las consecuencias sociales de la crisis, desprestigiando a los expertos que no hablan el lenguaje de la calle, despreciando a los mismos políticos que tratan de corromper. Cuando se marchan, su herencia es el abismo.
El otro mandatario europeo relevado esta semana es el griego Yorgos Papandreu. Errante como un héroe malherido, atado a un prolongado rescate, condenado a repartir ajustes para enjugar el déficit, enfrentado a la contestación popular. Hace diez días su anuncio de un referéndum sobre las reformas vinculadas al rescate provocó un infarto a la Unión Europea y puso a Atenas con un pie fuera del euro. El primer ministro heleno pagado la audacia con su renuncia al cargo. Fue evidentemente ineficaz, tal vez insensato, pero no corrupto. Ya ha desaparecido del escenario. Vistas las veleidades de Berlusconi y otros profesionales del populismo, prefiero a los políticos hasta cuando se equivocan. Aunque ahora mismo los veamos como un mal menor.
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