Un cadáver mal cubierto sobre el asfalto, carne y hierros, viviendas convertidas en escombros, la rabia contenida de las víctimas, ese silencio pegajoso que rodea a los ataúdes. Un atentado es devastación, también devastación interior. Aunque lejos de la sangre, en la redacción central, los informadores nos apliquemos a contarlo con extraña frialdad, intentando descubrir la exactitud de los detalles entre las palabras calientes. Es nuestro deber: describir el horror sin derrumbarnos.
El 14 de diciembre de 2000, una bomba lapa acabó con la vida de Francisco Cano, un fontanero andaluz asentado en Cataluña que había cometido el delito de ser concejal del PP. Le mataron, como a otros, por la sacrosanta libertad de Euskadi. Ese día, de vuelta a casa, me eché a llorar al ver la noticia como espectador, desprovisto ya de las gafas protectoras del periodista. Siete meses después, un sábado nefasto, en uno de primeros fines de semana como editor de informativos, ETA asesinó a dos personas. A un concejal de UPN, José Javier Múgica, por la mañana; a un mando de la Ertzaintza, Mikel Uribe, por la tarde. Luto sobre luto.
Durante un tiempo, pasada la indignación, cada atentado resucitaba la tentación ciudadana del desistimiento. “Que les den lo que quieran y nos dejen en paz…” En aquellas jornadas neblinosas de plomo, el estruendo de las bombas encontraba todavía un eco amplificador en gélidos mensajeros que usaban sus cargos públicos para justificar “el conflicto vasco”, para hablar de un supuesto pueblo oprimido, para pontificar sobre unos derechos humanos defendidos por el infalible método del tiro en la nuca.
Hoy la situación ha cambiado. Y lo ha hecho gracias, entre otros, a algunos de nuestros más denostados políticos. La Ley de Partidos que impulsó Aznar, el Pacto Antiterrorista que secundó el PSOE, supusieron el primer paso para dejar a ETA sin cobertura política en las instituciones. La estrategia democrática fue avanzando en más frentes: el cerco en suelo francés, la ofensiva judicial contra todo el entramado terrorista, el reconocimiento explícito a las víctimas.
También acertó Zapatero. Supo interpretar dos nuevos factores: la deslegitimación internacional del terrorismo después del 11-S y la lealtad del nuevo PNV encabezado entonces por Josu Jon Imaz. Su negociación acabó enterrada en la T-4, pero sembró en el entorno etarra la sensación de que la violencia estaba condenada a la derrota. Con el diálogo roto, el presidente del gobierno cerró el circulo al redoblar eficazmente la presión policial.
Con altibajos y discrepancias, todos estos elementos han invertido los términos: mientras la banda criminal declara otra tregua y algunos de sus presos renuncian a la violencia, sus antaño obedientes acólitos tratan de gestionar una salida a la irlandesa, enarbolando la bandera blanca de la política con la vista en el calendario electoral.
Hace años que los tribunales establecieron que “el entorno de ETA es ETA”; hoy, la autodenominada izquierda abertzale no quiere ser “entorno de ETA”.Bienvenidos a la democracia de verdad, la única posible. Pero después de un siniestro pasado aplaudiendo asesinatos, los conversos a la palabra comprenderán que el Estado democrático se tome un tiempo para comprobar si esta vez sus intenciones son sinceras.
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