lunes, 21 de febrero de 2011

El ARCO de Noé (y II)


La última vez que visité ARCO, allá por 1996, Damian Hirst era un joven artista y su tiburón conservado en formol que hoy atrae miles de visitantes al Metropolitan Museum de Nueva York nadaba en libertad por la bahía de Queensland. Un primer tiburón intervenido ya lucía sus dentadas fauces desde 1991, pero se había ido deteriorando. Cuando, en 2004, Hirst se enteró de la venta de su obra icónica por 8 millones de dólares, se ofreció a renovar el animal.El reclamo podía considerarse una copia pero la idea, aun usada por segunda vez, seguía siendo original. Mientras tanto el precio se había multiplicado. Operación perfecta, pues.

Desde los años 90, vacas, ovejas y tiburones, más conservantes varios, han servido a Hirst para configurar una metáfora de la mortalidad que le ha convertido en el Midas del arte contemporáneo. Admito que puede haber añadido nuevas perspectivas a la exploración de nuestra angustia existencial. Pero como ilustra la secuela del escualo, y aunque no pueda presumir de no haber maltratado a ningún animal, el británico también ha sido un genio del marketing.


¿Cuánto cuestan otros animalitos?. Según he podido comprobar en ARCO, la cotización descansa inicialmente en el grado de elaboración. La profundidad aflora desde la cartela. “Yo era una mujer en la playa”, se llama este gato de aluminio (Henk Visch, 56.000 euros). No está mal. Sin embargo, hasta en ese punto Hirst resulta imbatible. Bautizó a su tiburón como “la imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo”. Un pelín largo, por ponerle una pega. Y autobiográfico, porque durante algún tiempo él mismo trabajó en una morgue.


Otros, por el contrario, han preferido sondear la humanidad de los animales. Ignoro si por azar o recurriendo a ingeniosas artimañas, un creador italiano sorprendió a esta gallina en actitud de filosófico desconcierto. (Pier Andrea Galtrucco, 6.000 euros; existe también en escultura y cuesta el doble). Este ejemplar ¿único?, ¿captado en un instante irrepetible?, concitaba miradas y codazos. Un recurso comercial.


En una rama cercana, el gallego Manuel Vilariño, Premio Nacional de Fotografía, retrató en los 90 unas inquietantes aves fieramente humanas. Gesto solemne, mirada profunda, a veces estremecedora. Integran su personalísima e intuitiva serie “Bestias involuntarias” (7.000 euros cada imagen). Se parecen tanto a nosotros que dan miedo.


Desde la lejana Rusia, Oleg Kulik ha desarrollado un proyecto similar. Claro que sus “monos muertos” salen más baratos, a razón de 4.000 euros por retrato. El motivo parece evidente: puedo imaginar que los protagonistas no plantearon tantos problemas de movilidad para ser fotografiados.


Pero, cómo son los artistas, en ARCO 2011 también ha habido animales (irracionales) vivos. En concreto, una docena de periquitos confortablemente acomodados en el interior de una jaula creada por Marlon de Azambuja. Su instalación “Nuevo Museo” costaba 15.000 euros “sin los pájaros”, que básicamente servían para atraer visitantes y compradores con sus dulces trinos.


Otra vez el marketing. La sorpresa. Las preguntas desasosegantes. El efecto Hirst. ¿Y si lo importante no fuera el tiburón, ni siquiera el formol, sino el tanque de vidrio? ¿Y si nuestra vida es una cárcel compleja e incomprensible? ¿Y si no sabemos vivir en libertad? ¿Por qué los dictadores árabes se tiñen el pelo de color negro tizón? Aunque la feria ha terminado, no me atrevo a preguntar. Mucho me temo que pudo clausurarse con festiva oferta, suelta o subasta de periquitos. Atónitos, quizá atormentados, pero vivos al fin y al cabo. Peor sería acabar disecados en nombre del arte actual.

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