Noviembre. Puente de Todos los Santos. Tiempo de cementerios. Y de renteros. Mi abuelo Alejandro fue, veinticuatro horas cada día, médico de pueblo. Mi abuela Pilar, doña Pi, terrateniente, según la broma familiar. Había arrendado algunas parcelas heredadas en la provincia de Segovia y, todos los años, cuando ya se había recogido la cosecha, pasaba a cobrar la renta. Fui con ella muchas veces, primero como acompañante, después como chofer, las últimas incluso con derecho a opinar.
En la carrera de Geografía e Historia había estudiado el reparto desigual de la tierra, el éxodo rural y hasta las expropiaciones forzosas de la Segunda República. Pero, al mismo tiempo, me veía ejerciendo –por 5.000 pesetas- de incómodo aprendiz de recaudador. Los reparos disminuyeron al conocer la reducida cuantía de la renta y desaparecieron el día que, trabajando como becario en la redacción de Deportes de Canal Plus, comprobé que nuestros arrendatarios estaban abonados a esa misma cadena de pago que yo era incapaz de costear para mi piso compartido en Madrid.
El estilo castellano imprimía un desarrollo austero y ritual a la visita. Comenzaba con el repaso por ambas partes de los acontecimientos familiares, con mención especial a las desgracias y los testimonios sentidos, sinceros, de condolencia (“cuánto le echamos de menos…)”. Tras degustar una pasta empiñonada cortésmente ofrecida por los renteros, la obligada pegunta por las nuevas generaciones concluía con una breve reflexión: “cómo pasa el tiempo”. En total, unos quince minutos de existencialismo y algún nudo en la garganta, casi siempre por el tentempié.
Pausa. Vaso de agua y silencio espeso. Hasta que la palabra convenida daba paso al capítulo económico. “Bueno…”. Los escarceos iniciales concluían en tablas. “¿La concentración parcelaria…?” “Va muy despacio”. “No os quejaréis de la cosecha de este año…” Los agricultores recordaban que el aumento del volumen había venido acompañado de la contención de precios. Doña Pi replicaba aludiendo a los carísimos alimentos del supermercado. “Pues a nosotros solo nos lo pagan a… “. Luego, todos a una, también yo –que una vez recogí patatas para pagarme una fiesta-, echábamos la culpa a los intermediarios, esos aprovechados. Quince segundos de alto el fuego.
Nuevo silencio, carraspeo empiñonado, tensión dramática. “Entonces, ¿qué…?” Amagos de esgrima. “Usted dirá…”. “No, di tú cuánto…” Fijación de posiciones. Y al ataque. “Yo creo que este año… ” “Pero es mucho…” “El año pasado no subimos y prometisteis que…” “Si en casa no tengo más que…” “Anda, que siempre decís lo mismo…”. Y así, peseta a peseta, euro a euro a partir del 2000, hasta llegar en cinco minutos a una cantidad aceptable para todos que era satisfecha a tocateja e inmediatamente guardada en el bolso mi abuela. Sonrisas forzadas, firma de recibo, fin de la batalla sin muertos ni heridos graves. Tregua hasta el año siguiente. “¿Quieren otra pasta?”. “No, gracias, pero otro vaso de agua…” (todavía con restos entre los dientes). “¿Mejor una copita de anís?” Mi abuela respondía rápida por mí. “No, que es el chofer”. La mirada escrutadora de los demás, tratándome como a un niño problema. “Anda, pide a Doña Pilar que te suba la propina…”
Hubo una época en que los descendientes treintañeros contemplábamos divertidos, sin inmiscuirnos, el tira y afloja entre las respectivas cabezas de familia. Ellas se conocían de décadas, dominaban los códigos de la negociación. Varias veces sugerí facilitar el procedimiento aplicando el IPC y pagando mediante transferencia. Nada que hacer, ni una concesión a la modernidad. Las mayores preferían su anual cara a cara.
Un año, la arrendataria insistió en enseñarnos el caballo que estaba criando su marido. El potro nos recibió brincando, resoplando y en evidente estado de erección. “Pues si que está hermoso, sí”, apuntó mi abuela sin descomponer el gesto mientras yo trataba de ahogar una risotada. En otra ocasión, nos obsequiaron con un conejo. Me lo entregaron vivo, atado por las patas, sin libro de instrucciones. “Luego lo matas en casa, ¿sabes cómo se hace?... ” Doña Pi, que dominaba la técnica del cate en la nuca, guardó silencio. Y yo debí esbozar una sonrisa de indisimulable estupidez, porque en cinco minutos trajeron al animal desolladito. “Como no te veía con muchas ganas…” Casi siempre la renta se completaba con un saco de patatas que cargábamos esforzadamente en el maletero. “No sé cómo lo voy a bajar cuando lleguemos a casa…”, comenté una vez antes de la despedida. Les debí parecer enclenque. “¿Quieres otra pasta?, ” Dudé, quizá el empiñonado tuviera superpoderes. Tragué saliva. “No, de verdad, gracias…” . Señoritos de ciudad….
1 comentario:
Yo quiero añadir, en calidad de testigo y conductor durante varios años, que el ritual se producía en dos pueblos diferentes, y que en el segundo me las veía y deseaba para colocar los ajos, las cebollas y el pollo desplumado en el asiento de atrás del coche (!) para no abrir el maletero, que ya venía cargado con cincuenta kilos de patatas y unos cuantos de cebollas de la parada anterior.
Y es que un castellano nunca presume de fortuna.
Publicar un comentario