Abusar sexualmente de un menor es repulsivo. Manipular su conciencia desde la superioridad para que lo consienta es abyecto. Estos días se investiga en Canarias a un entrenador de kárate que fue reclutando adolescentes a los que presuntamente obligaba a mantener relaciones con él y con otros miembros de su degradada secta. Según algunas declaraciones, les coaccionaba asegurando que era lo mejor para su formación como deportistas. Pero derribada la barrera del silencio, la pirámide de la perversión ha empezado a desmoronarse. El caso acabará en los tribunales.
Amparada en su confusión entre pecado y delito, la Iglesia nunca confió demasiado en la justicia de los hombres. Ante los primeros testimonios públicos, hace años en Boston, por supuesta pederastia, la preocupación episcopal fue ocultar el escándalo. Los supuestos responsables habían sido discretamente trasladados y las víctimas, ignoradas. Cuando las denuncias arreciaron, se buscó la compensación millonaria. Pero el muro de silencio, complicidad y vergüenza edificado durante décadas ya había empezado a resquebrajarse.
En las últimas semanas, las sospechas de abusos a menores por parte de sacerdotes se han extendido a distintos países de Europa. Las denuncias también se han prolongado hacia el pasado, atizando un clamor de indignación. Algunos de los supuestos pederastas fueron personas tan cercanas a la jerarquía vaticana como Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, uno de los movimientos favorecidos por Juan Pablo II. Atrapado por su Cruzada contra el relativismo de las sociedades desarrolladas, contra las relaciones extramatrimoniales que trivializan el sexo, el anterior Sumo Pontífice no encontró un instante para conocer, condenar y castigar estos miserables delitos.
Como el silencio ya no es posible, Benedicto XVI ha dado paso a las palabras. El Papa Ratzinger ha pedido perdón a las víctimas, ha condenado a los abusadores y ha lamentado la decepcionante respuesta eclesiástica. Aunque, al mismo tiempo, ha deslizado las culpabilidades hacia los comportamientos sociales. Su pastoral, que se circunscribe a Irlanda, sólo será creíble si se acompaña de hechos, si la Iglesia sienta a sus propios delincuentes en los tribunales. Ante la justicia de los hombres. Abusar sexualmente de un menor es repulsivo. Hacerlo, desde la superioridad, en nombre de Dios, es absolutamente abyecto.
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