La chica de ayer dormita en el trastero, recostada sobre la estatua del jardín botánico. Perfectamente ordenada, mi colección de cassettes de la movida envejece entre bicicletas infantiles, muebles destartalados y cachivaches en desuso. Envejece, pero en buena compañía. Al lado reposan, en solidario descanso, tebeos de “Roberto Alcázar y Pedrín”, viejos ejemplares de la revista “Nuevo Basket”, algunas novelas juveniles, parte de los apuntes de la carrera de Historia Contemporánea y hasta el proyecto para una tesis inconclusa. Pronto llegarán nuevos vecinos: los programas de Faemino y Cansado y mis partidos preferidos de rugby, grabados en VHS. Yo soy el resultado de todo eso, supongo. Y más que la suma de la partes, quiero imaginar.
Los cambios tecnológicos me fatigan. Sé de sobra que son necesarios, que nos facilitan la existencia, que nos permiten ahorrar espacio. Pero me fatigan. Los nuevos formatos corren paralelos a mi vida, corren tanto que me cuesta alcanzarlos. Y aunque, a diferencia de la tía Luisi, no estoy en contra del progreso, tengo la sensación de que siempre llego tarde, de que en cada relevo pierdo algo que cuidadosamente había guardado. Se puede rebobinar, y seleccionar, y reconvertir, pero este proceso me remite a lo que echo de menos. Tiempo.
¿Síndrome de Diógenes? Un poco. Cuando tenía diez o doce años, empecé a recortar y a pegar en folios las noticias que me interesaban. Al principio de baloncesto, luego de fútbol, y de música, y viñetas, y fotografias impactantes, y reportajes, y análisis de política internacional, y… Seguí haciéndolo durante años. Con 16, una noche de julio, al regreso de un viaje estival a Inglaterra, no pude acostarme hasta haber leído los periódicos del mes que había pasado fuera. Era joven; no quería perderme nada.
Con aquellas cajas de papeles crecía también el disgusto, hoy añejo, de mi madre. “Santi, te recuerdo que tienes que hacer limpieza”. Guiado por algunos artículos inolvidables, aquella afición inofensiva tal vez me condujo al periodismo. El oficio de lo efímero, de contar cada día lo fundamental, eso que sin duda olvidaremos dentro de un par de semanas. Yo, en realidad, aspiraba a escribir inspiradas historias que se releen con gusto. Otro proyecto para este trastero que estoy construyendo en la Red.
Estamos vivos porque creemos que tenemos futuro. Porque tuvimos pasado, y sueños ahora olvidados. En casa conservo ropa de deporte que ya no utilizo. Unas zapatillas casi nuevas, un pantalón raído de chándal, unos polos que sólo me pongo en verano. Y los viejos colores. La camiseta de baloncesto del colegio, la del equipo de fútbol sala de la facultad, un par de polos de rugby. Sudor, barro y golpes. Algún trofeo mutilado. Con estos antecedentes, nadie se ha propuesto nunca regalarme un libro electrónico. Mejor así.
Trabajo, con cierta soltura, entre ordenadores. Pero algunas mañanas me levanto antiguo, analógico, al borde de la extinción. Como mis viejas cintas de vídeo, llamadas a desaparecer por la conspiración planetaria de Internet, las USB y el DVD. No me gusta el cambio. Porque me obliga a mirar atrás. A seleccionar, incómoda ley de vida que se aprende con la edad. Propósito de enmienda. Adelante. Calcularé, prosaico, cuánto pesa una vida en jigas. Guardaré lo imprescindible en la memoria. Y levantaré otra montañita en el trastero, ese recóndito disco duro donde el pasado nunca molesta.
3 comentarios:
Pero que aburrido eras...
Y voy a peor, me temo. Santiago
Buenísimo, este sí que me ha encantado!! bsss PACA
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