En mayo de 2010 Zapatero se pegó un tiro en un pie. No fue por accidente, se sintió obligado. Cerró los ojos, apretó el gatillo y marchó conmocionado al Congreso a anunciar los recortes que iban a salvar a la economía española del rescate. Al año siguiente, el presidente cojo dejó paso a otro candidato: Alfredo Pérez Rubalcaba, apagafuegos con experiencia y vocación didáctica. Se sentó a explicar la crisis que no habían previsto, a predicar sobre injustos ajustes, pero los ciudadanos no le escucharon. Hoy mira con nostalgia a una Moncloa lejana, buscando quien le haga caso.
El penúltimo día de 2011, Rajoy se cortó un dedo y envió a Soraya, con él envuelto en un pañuelo, a enseñarlo tras el Consejo de Ministros. Desde entonces, por imperativos del euro o por el bien de España, el presidente del PP se desgaja falanges cada viernes. El último de marzo, un antebrazo enterito, del tirón y sin pestañear. Como ocurrió con Zapatero, por sus heridas sangramos todos, conminados a taponar con los muñones el elefantiásico agujero de nuestra economía.
De espíritu sacrificado, el presidente sufre en silencio mientras Soraya explica, siempre simpática, junto a la mesa ensangrentada, el parte médico de nuestra prima de riesgo. A su lado el cirujano Montoro muestra, entre orgulloso y sádico, el PowerPoint con los destrozos. Entre tanta casquería, los periodistas nos sentimos cada vez más zombis y los ciudadanos ya no saben si llamar a la ambulancia, al coche fúnebre o procurarse un entierro barato e íntimo en el trastero.
Las responsabilidades públicas exigen necesariamente dar explicaciones. Últimamente hemos asistido a algunas sonrojantes (una representante del Gobierno hablando de los incidentes en la huelga general sin dar datos de su seguimiento), farragosas (el ministro de Industria ocultando entre tecnicismos la subida de la luz antes de marcharse dejando a medias la rueda de prensa donde se anunciaba), insuficientes (recortes de 10.000 millones de euros camuflados en un escueto comunicado) silenciosas (Rajoy ante los micrófonos, con frenazo y marcha atrás) y escurridizas (ese copago de quita y pon).
Explicaciones. Exactamente eso que nunca ofrece la Casa Real. Exactamente porque implican desgaste. Juan Carlos I contribuyó de forma decisiva al restablecimiento de las libertades. Pero han pasado 30 años y la sociedad es otra. Sea por la recesión, por el clamoroso descontento con los partidos, por el espíritu reivindicativo del 15M o por el nuevo “power to people” de las redes sociales, la campechanía y el silencio nunca más serán una opción. Para la opinión pública se acabó la inmunidad: las responsabilidades públicas obligan a la rendición de cuentas. Al Rey, el primero.
El estúpido episodio del cazador despreocupado e imprudente cazado en Botswana convierte en irrelevantes todos los avances de las últimas fechas. La promesa de una “justicia igual para todos” sobre el caso Urdangarin, la difusión de las cuentas de la Familia Real, la filtración sobre hipotéticos recortes en los sueldos. A estas alturas, la única comunicación posible para el rescate de la reputación de los Borbones se basa en la transparencia total. Con el agua al cuello y los referentes éticos de viaje privado, cada vez más españoles expresan su hastío por una Corona que no ha asumido todos los valores de esta sociedad con la cadera fracturada a la que pretende seguir representando. ¿Será demasiado tarde?
2 comentarios:
chapeau!
Gracias, eres muy amable
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