viernes, 8 de enero de 2016

Una semanita en Españistán: El ocio del pueblo


La NocheViejuna amaneció con nubes transparentes. Hace unas décadas, demasiadas para nuestra memoria, aquella osada TVE se atrevió a programar un striptease de madrugada para concluir el programa de Año Nuevo y calentar las celebraciones privadas. Hace una semana, para terminar 2015, resonaron antes los comentarios que las campanadas. Y a continuación, lo mismo de entonces: champán ya sin fuelle, bailongo de agosto al ritmo de un regidor, el confeti decadente de una felicidad pregrabada y compartida a plazo fijo.

El empacho con la Pedroche supone, si acaso, un escándalo de vía estrecha. Un mal gusto inoportuno que en la era del porno por Internet apenas molesta, aunque invite a repensar qué consideran los programadores de televisión ‘entretenimiento’ y qué ‘para toda la familia’. (¿Con quién cenan ellos, tienen la tele puesta?) Un pellizco machista que desnuda en público nuestras oquedades cerebrales cuando, despojados de lo aprendido, decidimos desinhibirnos y montar fiestón, qué gozadera, aposentados en el sofá. Ocio para el pueblo, alpiste neuronal.   

Resulta, esto de la transgresión, cosa seria. Bien lo saben y practican los antisistema. Los que empezaron su viaje en Sol recogen -inmejorable signo de estabilidad- sus credenciales en el Congreso. Los que sostienen el alambre en Cataluña votaron y civilizadamente volvieron a votar sobre el funambulista que un anhelado amanecer protagonizará la erección de un Estado propio. Con su DNI, sus impuestos y sus embajadas ¡Viva la República de Nuestra Santa Gana! ¿Cómo no simpatizar? Merecen, sin duda, hasta un Defensor del Antisistema sufragado por crowdfunding

Ante semejante jaque, la primacía de la Corona en tiempos navideños descansa sobre una pugna de gustos. Demostrado parece que a las Magas no les favorece el traje de maja, que las ocas preferirían no desfilar hacia un futuro de foie, que el atuendo de algunos reyes de Madrid pinta más galáctico que monárquico. En la España del espectáculo, donde a un pícaro imputado se le concede autoridad en la gran pantalla, la fuerza de la imagen significa una tentación irresistible para simplificar, en modo cuñado, cuestiones complejas.

La apariencia de una cabalgata podría alimentar debates, incluso interesantes, sobre la evolución de los mitos infantiles, la coexistencia de tradición y modernidad, el respeto a las creencias en los Estados aconfesionales o el olvido colectivo del sentido original de la Navidad. Pero nos obligarían a razonar. A comienzos de año. Con la tripa llena. Casi de vacaciones.

Por el contrario, además de fea y friki (y admito enmiendas), la túnica de Gaspar es tan larga que tolera cientos de chistes, tan ilustrada que aguanta algún amago de afirmación solemne, tan pomposa que estalla en una polémica política. Tan práctica, en definitiva, que nos permite discutir como eminencias sobre su estética y ocultar nuestras limitaciones sobre cuestiones que de verdad importan. Y además quedar como reyes. 

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