A Rajoy nunca le atrajeron los superhéroes. No es que pensara, como Zapatero -vaya ocurrencia- que cualquiera puede dirigir un país. (Eso son insidias). Pero se consideraba un líder sencillo, sensato y sosegado hasta que la crisis se agudizó y empezó a sudar a la hora de la siesta. Asesorado por Superlópez, el jueves se disfrazó, todavía en prácticas, con una “L” transparente, de hombre invisible. Asistió por la mañana al debate en el Congreso sobre sus recortes y bien entrada la tarde a la aprobación en el Bundestag alemán del rescate bancario a España. Todo el día calladito. No le fue mal. Hizo doblete.
El presidente se permitió una licencia. A la hora del aperitivo, sorteando las vallas que protegen del pueblo insolente a los diputados nada ilustrados que ejercen la soberanía en su nombre, se adentró en el cercano museo de una baronesa viuda de un magnate de origen germano. Buscaba inspiración, quizá consejo, y se encontró de frente con el desconcierto. Donde hace un año lucía López, hoy impera Hopper. Donde inquietaban las avenidas fantasmales al amanecer, ahora deslumbran paisajes de tonalidades inventadas al caer la tarde. A Mariano le gustaría, aunque fuera de vez en cuando, sentarse a tomar el solillo de Edward Hopper. Y sin embargo, demasiado a menudo se siente, como el hombre de Antonio López, desnudo y rodeado de impúdicos comentaristas. Para eso, mejor invisible.
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Carretera de cuatro carriles (E. Hopper, 1956) |