martes, 27 de marzo de 2012

Las ciudades del corazón

Tabucchi se marchó el domingo. Su amigo Cardoso Pires había partido antes. También José Saramago. Y en el tranvía 28 un puñado de Pessoas, anónimos y fantasmales, recorren meditabundos cada tarde su penúltimo trayecto hacia el cementerio dos Prazeres. Romántico camposanto para una ciudad  mestiza, portuaria y espectral. Lisboa.

Recuerdo desconcertado aquel aeropuerto gris de fluorescentes amarillos, anclado en una periferia sin paisajes. El hotel de muebles funcionales, su desolado aparcamiento, la oscuridad de las callejuelas aquella primera noche que me asomé al Barrio Alto. Los taxis en aceleración perpetua, botando infatigables sobre adoquines inhóspitos. La primera vez.

Recuerdo, cómo no, el sentimiento de pérdida al marcharme, medio año más tarde. Adiós a mi habitación, estilo Van Gogh pero sin artista. Descolgué las fotos de estatuas vallisoletanas, amontoné algunos libros en las maletas, llené los pulmones desde aquella enorme terraza que sobrevolaba la Plaza de los Restauradores. Cerré el caserón destartalado que había acogido a tantos amigos, “turistas libertarios” de Ruibal. Todavía conservo la llave; la vida que dejé allí me pertenece.  

Lisboa quizá sea evocación. Memoria de calles pateadas, un libro en un mirador al atardecer, las cuestas de Alfama. Días febriles junto a la Expo del Tajo, noites longas de música brasileña, funky o africana en garitos que nunca podría encontrar. La panadería que abría a la hora del retorno. Y aquella pintada, unos metros más allá. “Esta sociedade é uma grande mierda”. Con moscas y todo. Hiperactivismo sin horas, la última huida hacia adelante. Rebeldía vital contra la muerte de mi padre.    

Lisboa también es fábula. Admiración por los corresponsales, el sueño del periodismo. Recorrer mundos e inventar otros, esas embriagadoras aventuras de navegantes y descubridores esclavos de su libertad. Una soledad cómoda y sin explicaciones que de repente comenzó a agobiarme. Desconcertantes sentimientos de insatisfacción. Un jueves, cerca de los treinta, me acosté inquieto por el futuro. Realismo e insomnio: había abandonado la juventud.

He vuelto un par de veces. Regresaré cuando pueda, de nuevo con una mirada distinta. Pero no cogeré la llave. Tengo miedo de encontrarme y no reconocerme. Nos regalan la identidad, nos hacen sentirnos extraños. Las ciudades del corazón.

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