Mi primera huelga, a los pocos meses de ingresar en la Universidad, me dejó huella. Y eso que he olvidado el motivo concreto, relacionado con la reforma de las carreras de Letras. Un día de invierno, a principios de 1987, los delegados propusieron parar, se aprobó a mano alzada y pasaron días, una semana, un mes, dos meses, tres meses… de tardes sin clases, de asambleas inacabables y disputados recuentos de manos alzadas, de sesudos análisis socioeconómicoideológicoeducativos, de órdenes del día y cuestiones de orden, de alguna manifestación callejera, de temprano entusiasmo y posterior aburrimiento, de absoluto desconcierto.
El paro concluyó cuando, allá por abril, comenzó a correrse la voz de que íbamos a perder el curso. Los alumnos de quinto, pendientes ya de su futuro laboral, consiguieron someter a votación –“la asamblea es soberana”- la continuidad de la “inmovilización”. Y triunfó el “no”. Éramos jóvenes, estudiantes, todos de Letras, muchos de izquierdas. Aunque había llegado mayo, París quedaba lejos. Volvimos a la biblioteca. Salvamos el curso.
No sé ahora, entonces en la facultad se respiraba una propensión a la huelga que sólo iba disipándose al final de la carrera. En segundo o en tercero, estuvimos a punto de desertar temporalmente porque no había calefacción en el aula. Recuerdo los pasillos espectrales del 14-D y, cómo ya en quinto, primavera del 91, no quisimos saber nada de un paro estudiantil para protestar contra el inicio de la Primera Guerra del Golfo. Estados Unidos, al frente de una coalición internacional que incluía a España, atacó a Irak como respuesta a su invasión previa de Kuwait. Entre tantos tanques y frente a semejantes tormentas de arena, ¿íbamos nosotros a cambiar el mundo?
A la Universidad, además de un impagable grupo de amigos, debo mi primer contacto con el mundo real. Yo procedía de un buen colegio privado, al que sigo agradecido, y de su microcosmos. Pero en Filosofía y Letras, conocí, pasé apuntes, trabé amistad con compañeros que de repente desaparecían porque habían entrado en alguna fábrica, iniciaban una sustitución en una oficina o marchaban a una campaña agrícola. Mataban por un aprobado, y sin embargo sacar nota era para ellos un lujo prescindible. Continúo admirando su mérito.
Han pasado veinte años y en España, con todos los respetos, hay cada vez menos obreros y más trabajadores, más mezcla de clases y menos lucha. No hace tanto, nos soñábamos acomodados, progresistas, protegidos y con vacaciones en el Caribe. Ahora tenemos miedo de quedar a la intemperie. Las movilizaciones sindicales, que tantos derechos conquistaron desde el siglo XIX, no nos ayudan a entender un futuro que se anuncia complejo e individualista.
La España democrática ha entrado en la crisis de los cuarenta. Adiós al idealismo. Desde Europa, al optimista Zapatero le rompieron los sueños, le hicieron ver las amenazas, le trazaron las reformas. No pudo negarse. Los sindicatos también se han topado, demasiado tarde, con la realidad. Ahora necesitan plantarse para sobrevivir. No se movilizaron cuando el paro se multiplicaba, no ayudaron a cambiar el mundo, ahora se juegan el culo. Como todos los trabajadores, por desgracia.
1 comentario:
Durante mi carrera la economía iba viento en popa, así que no nos tocó movilización alguna. Teníamos, y tuvimos hasta ayer, el futuro asegurado a la salida de la Escuela.
Lo que sí hubo, muchos minutos de silencio y de manos blancas contra el terrorismo (Miguel Ángel Blanco, Tomás y Valiente).
Y avisos de bomba, y desalojo, cada febrero, junio y septiembre, media hora antes del examen de Estructuras.
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