Mi abuela paterna Carmen murió dos veces. Después de una vida llena de achaques, en su vejez superó dos fracturas de cadera, neumonías varias y hasta la ingestión ¿accidental? de su propia medalla -cadena incluida- y la deposición posterior sin consecuencias más dañinas que los codazos y chascarrillos de los compañeros de residencia. Su aparato digestivo debía tener una resistencia sobrehumana, labrada durante años de adicción al medicamento.
En su cuesta abajo acabó ocupando la habitación más cercana al botiquín, algo así como la antesala del más allá. Las monjas instalaban en esas camas, con permiso de los familiares, a los enfermos desahuciados. Pero mi abuela, casi consumida, se resistía a saltar a la eternidad. Amablemente fue cediendo el paso a media docena de inquilinos. No le gustaría ese siniestro sistema de turnos. Es comprensible.
Un día avisaron a mi hermana de su fallecimiento. Cuando llegó afligida al geriátrico, una monja le informó de que, oh sorpresa, la buena de Carmen estaba viva: se había movido cuando iban a lavar y cubrir su cadáver. Tánatos tuvo que insistir, hasta que finalmente se la llevó en pleno verano. Fue hace 11 años. Su muerte me sorprendió en el Norte de Francia, allí le rendí homenaje dedicando a su memoria y a su sorprendente salud la contemplación de una apoteósica puesta de sol.
Una década antes, más o menos, mi abuelo materno Alejandro también había muerto dos veces. Pero peor. La primera, cuando le diagnosticaron una dolencia, en principio leve, de corazón. Le recomendaron que saliera menos, que no bebiera vino, que eliminara la sal de las comidas. Como médico de pueblo había curado casi todo durante 40 años, pero ya jubilado no pudo superar la anunciada llegada de la ancianidad. Falleció apenas un mes después, arrastrado por la tristeza. Ese día, el 4de agosto de 1989, sentí la primera pérdida de un ser cercano. Como diría Vargas Llosa, la vida empezó a joderse.
Ambos, Carmen y Alejandro, murieron en pleno verano, la estación de la plenitud. Su recuerdo me asaltó hace unos días al dar el pésame a un amigo, Luis, cuya madre falleció en los albores de agosto. Ambos comentamos cómo la muerte de nuestros mayores, aunque sea en el ocaso, nos deja doblemente vacíos: con su ausencia se va también la memoria de nuestras raíces. Es así. Un jueves cualquiera, la parca resucita, en la cama o en la playa, y nos obliga a mirar otra vez de frente a la vida, a hacernos esas preguntas que habitualmente preferimos evitar.
Otras veces son nuestros hijos quienes las plantean. El miércoles la pequeña Candela, de 5 años, disparó sin avisar. "Papá, cuando sea el año 3.000, ¿cuántos años tendrás?". Intenté ganar tiempo y no encontré salida. Así que opté por una sinceridad tramposa. "Más de mil, Candela". Me lo preguntó con una sonrisa, justo cuando cruzaba el ecuador de las vacaciones e iniciaba otra cuenta atrás, espero que menos trágica. "Algún día moriremos", decía la canción de Loquillo. Pero no os angustiéis, os lo ruego. Ya he aprendido a programar el blog.
2 comentarios:
Muy bueno. Y lo que nos vamos a reír en el año 3000 leyendo el blog...
Escribes muy bien. A Alejandro (quien conducía un Citroen Palas marrón -coche elegante y sobrio, al estilo de su planta - y no un C3), le hubiera gustado leer estas cosas...
Publicar un comentario