El pasado domingo me puse las zapatillas deportivas para bajar al parque. No es ninguna heroicidad, lo admito, pero nunca lo hago. Quizá cedí al razonable deseo de preservar el calzado más caro, probablemente sucumbí a la llamada tribal del fútbol. Da igual. Me rendí antes de presentar batalla. Porque, sea el día que sea, y aunque me proponga resistir, siempre acabo dando patadas a un balón con mis hijos.
No soy el único padre juguetón, ni siquiera el más entregado. Pero algo tiene este deporte que nos hace sudar con la camisa por fuera, que pone a botar sin pudor michelines ya cuarentones. Habilidades al margen, algo tan sencillo como patear un balón devuelve temporalmente a nuestro espíritu los sentimientos infantiles del esfuerzo, la rabia, la alegría. Adiós a los problemas. En ese rato, el planeta es como una pelota: redondo, despreocupado, perfecto.
Lo bueno del fútbol es que cualquiera, más o menos, puede jugar; lo malo es que siempre hay otro al lado que lo hace mejor. De mi paso por la Universidad recuerdo especialmente el partidillo de los sábados, una tradición que sobrevivió durante casi una década al mal tiempo, los exámenes y las desenfrenadas salidas nocturnas. No nos jugábamos nada, pero era una rivalidad casi ritual entre amigos. Las bromas acababan en el vestuario y sólo reaparecían con las cañas del aperitivo.
Al máximo nivel el fútbol se convierte, sin embargo, en cuestión trascendente, en asunto muy serio. Nos ponemos Mourinhos y, sin gracia alguna, pregonamos que sólo nos importa la victoria. Con gesto solemne y afán erudito, debatimos sobre carrileros a pie cambiado, fueras de juego posicionales, maletines negros y sobrecargas en los abductores. Desempolvamos incluso las rencillas apolilladas para añadir adrenalina, en el sillón o en la barra del bar, al enésimo partido del siglo en lo que va de año. Llegamos a olvidar que detrás del deporte de masas, del gran negocio planetario yace un juego caprichoso, a veces injusto, condicionado por el azar y los errores.
Porque el fútbol, como la vida, es imperfecto. Y también nos atrapa. Si los forofos recitan sin esfuerzo el palmarés, otros aficionados, menos puristas, preferimos la anécdota sabrosa. El “no-gol” del genial Cardeñosa (1978), el fiasco de Naranjito, y el tanto anulado a Francia, en el nuevo estadio José Zorrilla, a instancias de un jeque kuwaití que bajó al césped a protestar al árbitro (1982). La manita a Dinamarca y la mano del dios Maradona (1986), la nariz rota de Luis Enrique (1994), los sudados sobacos de Camacho y los antifaces surcoreanos (2002), el cráneo granítico de Zidane (1998) y hasta su mala cabeza (2006).
España fue durante décadas la eterna candidata sin méritos anteriores. Sinceramente, nunca creí que vería a la selección triunfar en un torneo importante. Pero lo hizo, y de la mejor manera: derrochando alegría. En la gloriosa foto con la Eurocopa, en la festiva celebración al regreso, todos pudimos darnos cuenta de que hasta los jugadores, esos semidioses millonarios ajenos a nuestras angustias, habían disfrutado como niños en el parque.
1 comentario:
Pues sí que ha estado bonito éste!. yA TE LEO..........
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