"Le damos la enhorabuena. Ha resultado usted agraciado en un sorteo…". Cuelgo. Con doble cabreo. Por la llamada a traición y por la indiferencia al enfado de la maquinita que castiga mis orejas incautas con sus felicidades efímeras.
Me considero un tipo pacífico, contenido. Incluso educado. Con una excepción. No soporto las ofertas comerciales por teléfono. Menos a deshora. Aún así, trato de jugar limpio. No grito, nunca insulto, no me aprovecho de la impersonalidad. Tengo paciencia. A veces concedo una segunda oportunidad al silencio rechazando rápidamente el primer intento de conversación. Pero insisten e insisten e insisten en insistir. Entonces recurro a la empatía. Expreso mi respeto por el trabajo ajeno, pido perdón por mi falta de interés y cuelgo. Da igual. Siempre regresan. Y yo estallo, y prometo llamar de madrugada al domicilio del teleoperador para contestar a sus imbatibles descuentos. Y me siento un dictador. Peor todavía, un dictador amenazado. Porque sé qué siguen ahí afuera. Conspirando. En silencio.
Mis temores se desataron en mayo, al comienzo de la campaña del IRPF. Tenemos que pagar, pero podemos evitar la humillante cola en ventanilla. Hay alternativas más rápidas, como confirmar el borrador por SMS o enviar la declaración a través de Internet. ¿Y por teléfono? En 2008 lo había conseguido. Confiado, marqué el número difundido en los medios de comunicación. Facilité a un robot mis datos, que ya tenian en su poder, pero había problemas con alguno de ellos. Pedí ayuda. "Lo sentimos, nuestros agentes están ocupados". Segundo, tercer, cuarto intento en otro número. También 901; es decir, de coste compartido entre el emisor y el receptor. La factura, 1,2 euros por el placer de escuchar 6 minutos (en 8 llamadas) a una maquinita. Sí, lo sé, hay vicios más caros. Y mi tiempo, ¿quién lo valora?, ¿quién lo devuelve? Hacienda somos todos, pero nadie contesta. Y en el teléfono yo pago doble, mi parte y parte de la suya.
El segundo aviso se produjo un día de julio, sobre las nueve de la noche, con una niña recién nacida llorando a mi lado. Una tenaz teleoperadora de Movistar se empeñó en colocarme un contrato irrepetible. Le propuse un acuerdo: ella me recitaba una versión resumida y yo no le hacía perder el tiempo. Lo rechazó. Aguanté minuto y medio de letanía. Perdí los modales, mostré mi lado oscuro, me rebajé a la amenaza. "No estoy interesado en reducir la factura, si no me dejan en paz cambiaré de compañía". Olvidé que yo también tengo una familia y una hipoteca. Y que soy periodista, y a veces me toca dar el coñazo. Lo siento.
Agosto me reservaba un reto homérico: buscar un dermatólogo en el seguro médico de la Asociación de la Prensa. Muchas consultas están cerradas ese mes, algunas tienen la delicadeza de indicarlo en el contestador. En otra, un doctor, muy educado, me aseguró que se encontraba "técnicamente de vacaciones". Le agradecí que al menos hubiera respondido. A lo largo de un día, llamé cuatro veces al Hospital Madrid-Norte, situado en Sanchinarro. A un número 902, que paga sólo el emisor. Barato (1 euro en total), pero excesivo. Porque todos mis intentos se atascaron a la espera de unos operadores eternamente ocupados. Me acerqué en coche. No había horas libres hasta la semana siguiente. Menos mal que los médicos son mucho mejores, me consta, que la atención telefónica. Al salir me asaltó una duda. ¿Y si en un alarde de productividad los operadores estuvieran operando y los doctores, en la centralita? No quise averiguar más, conseguí hora en otro centro.
Para mi consuelo, también hubo satisfacciones. En el servicio telefónico de RENFE me atendieron sin demora y me facilitaron al detalle horarios, precios e incluso trámites para cambiar o devolver un billete. Y viajé en tren. Cómoda y puntualmente.
El vacío telefónico reapareció en septiembre, cuando intenté informarme en el Ayuntamiento de Madrid sobre una solicitud de plaza en un aparcamiento público. Llamé varios días consecutivos al número facilitado en las notificaciones oficiales por el propio servicio. Nadie respondía. Nunca. Aunque de vez en cuando la línea comunicaba. Sin embargo, a los dos minutos el misterioso interlocutor desaparecía y mi conexión frustrada languidecía hasta estrellarse contra el pitido de un fax. ¿Era algo personal? Cuando al quinto día me atendieron, juraron que no. Lo dudo.
Al regreso de las vacaciones, dermatólogos y telefonistas volvieron a aliarse contra mí. Los intentos de pedir consulta se estrellaron sucesivamente contra los contestadores de varias clínicas. Algunos me impusieron la penitencia de peregrinar por números 901 en un purgatorio eterno de pago compartido. En el Hospital de Madrid-Norte, de nuevo el vacío. A precio de 902. Estaba tan enajenado que, cuando en otra clínica me habló una voz humana, reservé hora para una fecha equivocada. Intenté anularla a los pocos minutos, pero no volvieron a cogerme el teléfono hasta cuatro días después. ¿Dónde estuvo la secretaria ese tiempo? ¿Y los doctores? ¿Tienen problemas auditivos? ¿Y los pacientes de la sala de espera? ¿No acabaron de los nervios?
Pero los conspiradores me reservaban un castigo ejemplar. Unión-Fenosa. En un alarde de honradez fijado por Real Decreto, la compañía eléctrica me había devuelto 1,07 euros por varias interrupciones en el servicio durante los últimos meses. Yo no sabía si invertirlos en Bolsa o en el ladrillo. Antes de tomar tan comprometedora decisión, intenté informarme sobre el bono social. Y llamé al Centro de Servicio al Cliente. 901404040. "Nuestros agentes están ocupados, permanezca a la espera o llame en unos minutos…" Y llamé y llamé. Hasta una decena de veces en varios días y horarios. Estaba picado. ¿Quién se arruinaría antes?
Ha pasado una semana y no he conseguido que me contesten. A cambio he tenido que escuchar sus consejitos. "Para mayor eficiencia, le recomendamos que tenga a mano una factura…" Muy agradecido, Unión-Fenosa, pero de su propia eficiencia ¿quién se preocupa? ¿Por qué difunden este número -en sus impresos, en la web- si no lo atienden? ¿Hay alguna relación entre el agujero negro y la subida de las facturas, de unos 350 a 430 euros por el periodo de enero a junio? ¿Han puesto a los teleoperadores a tender líneas de alta tensión? Y por estas molestias a los clientes, ¿no devuelven dinero?
A través de Internet, he logrado el número fijo que está asociado a ese 901, el 91567600. Y sigo pecando. Marco a escondidas. Para matar el mono. Le pido a la operadora de la centralita, aparentemente ajena a la conjura, que me pase con la Oficina de Atención Telefónica. Y de nuevo me engancho a los contestadores, que escucho con placer, pero esta vez sin coste añadido.
Hasta hoy. "Nuestros operadores continúan ocupados…" ¿Ocupados o poseídos? ¿Y si los han secuestrado? Uf, temo haberme infectado con el virus de las conspiraciones. Sudores, alarma, pánico. En el 112 responden al instante. Me tranquilizan. No tienen constancia de electrocuciones letales, ni de suicidios colectivos, ni siquiera de una vulgar epidemia de gastroenteritis entre los telefonistas. Pero sigo asustado. ¿Dónde están aquellos amables teleoperadores que interrumpían nuestra perniciosa siesta para alegrarnos la tarde con sus ofertas de bajo coste? ¡Cómo añoro sus llamadas a la hora de la cena!
En medio de la confusión, atisbo la luz. Sí, quizá haya ganado tiempo, pero me siento aislado y solo, como un Mr. Scroodge abandonado a su suerte por la libre competencia. Y lo admito, me estoy volviendo loco. Cada rato miro y remiro las facturas telefónicas, compruebo que su importe no ha aumentado mientras escucho las carcajadas de Larra retorciéndose de risa dentro de su tumba.
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