jueves, 2 de noviembre de 2017

La 'españolada' de Puigdemont

Foto difundida por @miquelroig en Twitter 
Carles Puigdemont, el molt honorable protagonista de la estresante serie política del otoño, trata de presentar en Bruselas la nueva temporada de ‘El procés’. Mientras él viajaba de forma discreta para gritar a Cataluña 'Ja no sòc aquí’, los partidos que respaldaron su nombramiento decidían participar en las elecciones autonómicas catalanas del 21 de diciembre, lo que desacredita la hipótesis de que el president o sus consejeros sufran cualquier tipo de persecución por sus ideas. En la España actual el nacionalismo está permitido; delinquir en su nombre, todavía no.  

A la hora de aquel viernes en que sus soberanistas señorías entonaban Els Segadors, las terrazas de Madrit se encontraban abarrotadas de indiferencia. Sólo algún parroquiano hipermovilizado reaccionó a la alerta de su teléfono móvil levantando de forma enérgica un brazo para reclamar otra caña. A esa misma hora, sin más alma que el ordenamiento legal, empezaba a acelerar, obsesivo y ruidoso, el martillo neumático del Estado.  

La ficción empezó a desvanecerse en el preciso instante en que rebasó su propia burbuja y trató de gobernar la realidad. Hasta entonces salía simpática en las fotos de turistas y demás pescadores de épicas prestadas. Con cierta complicidad exterior, había logrado disfrazar como revolución democrática lo que no pasaba de involución: una revuelta alentada desde el poder con fondos públicos, el difuso malestar de un Primer Mundo en crisis, sus emociones inflamadas hasta la cefalea.

La rebelión catalana no nació clandestina, como las de verdad, sino que se anunció y proclamó para contagiarse entre pantallas. Y la ficción funcionó porque, -por fortuna- sin hambre ni opresión que llevarse a la boca, en ficciones se basaba. En la primera temporada de la serie, ‘Espanya ens roba’, Artur Mas había conseguido travestir su insolidaridad de ilusión patriótica y envolver la corrupción de CiU en una estelada. En la segunda, ‘Votarem’, Puigdemont, aunque fuera con mentiras, defendió eficazmente sus urnas sin censo, llamó a una democracia ajena a la ley común, denunció agresiones a quienes blindaban un delito. Ahí acabó todo. Porque el relativo éxito en la organización de la farsa se precipitó hacia el fracaso al presentar sus tramposos resultados como vinculantes. 

Lo que el Govern podía presentar como una victoria simbólica se transformó de repente en el episodio piloto de una derrota, al consumar con sus constantes apelaciones a la calle la conversión de un problema político en una cuestión de orden público. La primera factura es personal: consejeros destituidos que entran en la cárcel. La segunda, institucional. La necesidad de una reflexión sobre la democracia española y sobre la inserción en ella de Cataluña (y del resto de comunidades) ha quedado a la fuerza postergada hasta el restablecimiento de la Constitución, que a su vez dificultará ese debate. 

Como parecía previsible en un movimiento desprovisto de racionalidad, la pugna los diferentes actores nacionalistas ha demostrado que no había más argumento que la huida hacia adelante y ha dejado al aire sus  reiteradas imposturas. De la Cataluña próspera se ha pasado al éxodo empresarial y al significativo aumento del paro en octubre. El deseo de un rápido reconocimiento internacional apenas se escucha entre el apoyo de Otegi y el estruendoso silencio o rechazo de los países más avanzados. En cuanto al derecho a votar, podrá ejercerse (¡por cuarta vez desde 2010!) con la participación de todos el 21 de diciembre. 

Con una orden de detención contra él, el president todavía reclama un papelito como candidato en ‘155’, la temporada que otros ya han escrito. Parece difícil que se lo den; al autoproclamado aspirante a mártir el traje de héroe le queda cada vez más grande. El 1 de octubre, aquel domingo que envió a sus seguidores a ser apaleados, cambió de coche a escondidas para que nadie molestara su voto. Días más tarde, evitó contestar con claridad a los requerimientos del Gobierno para certificar si efectivamente había declarado la independencia antes de suspenderla. El viernes 27 llegó a ocultar su papeleta cuando el Parlament semivacío aprobó la proclamación de la República catalana. Ahora, retirado en Bruselas “por prudencia”, prefiere no personarse ante la Justicia mientras reclama a sus seguidores que defiendan las instituciones catalanas.  

El último (por ahora) protagonista de ‘El procés’ se encuentra encerrado en una pompa de jabón que  encoge de forma irreversible. Su salida de España supone, además, uno de los motivos recogidos en el auto de la Audiencia Nacional que envía a la cárcel a sus compañeros destituidos del Govern. Aunque podrá debatirse si es excesiva  o políticamente inoportuna la orden de prisión provisional contra ellos,   lo cierto es que ni un sólo día dejaron de jactarse de palabra y por escrito de su firme intención de violar la ley. Quienes presumieron de utilizar una institución del Estado, la Generalitat, para romperlo se escandalizan de que ese mismo Estado se defienda y los persiga. ¿Qué esperaban? Como en aquellas españoladas que sobrevolaban altos ideales para acabar hundiéndose en lo tragicómico, Puigdemont probablemente preferiría despertar y comprobar que esta película ha sido un mal sueño. Porque, desvanecida su ínsula Barataria, desde Bruselas sólo transmite miedo  y desconcierto ante la realidad que ha engendrado con las ficciones que encabezó. 


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