jueves, 20 de febrero de 2014

La memoria es el olvido

Pasaba la medianoche cuando,  justo antes de acostarme,  copié apresuradamente la agenda de contactos en el nuevo teléfono.  Bostezando, busqué  uno mientras me cepillaba los dientes. No cualquiera, ese número. No lo encontré por el nombre, tampoco por chiquitina. ¿La habría llamado Director General para disimular o estaría escondida bajo ese enigmática asesora a la que no recordaba haber recurrido? Quizá nunca llegué a guardarlo, quizá estuviera en una servilleta arrugada en el fondo de la cartera, quizá era mejor desobedecer al deseo, seguir el consejo del  azar y, después de un océano de ausencia y silencio, desterrarla de todas las memorias.

Cerré el grifo y me senté, con el pijama a medio poner, sobre la tapa del retrete.  Cambié la tarjeta al terminal antiguo, recuperé los números y los volqué, absurdamente alterado, en la memoria del smartphone a estrenar.  Duplicar el presente no sepultó el pasado. Al contrario. Ahí estaba mi pareja actual, sin nombre pero con la correspondiente AA,  sus dos registros -teléfono y whatsapp- repetidos.  Y ahí estaba yo, semidesnudo y desconcertado, convertido por la tecnología en el inesperado marido polígamo de mi propia esposa.    

“¿Vienes a la cama?”. Podía haberme dado una voz desde el dormitorio, podía haber golpeado la puerta o simplemente haberse presentado, insinuante, en el servicio. Pero, qué bromista, me mandaba un SMS. Estaba intentando teclear  con los dedos húmedos una respuesta sin erratas cuando llegó su whatsapp. El tercer aviso aterrizó en el correo electrónico. Le envié dos iconos, una sonrisa y una copa de champán, y regresé al listado para retomar el rastreo. La última esperanza era  ese número sin identificar que precedía a las agobiantes hermanas AA.  Qué ironía. Marqué, esperé quince segundos una respuesta.  “¡Eres un pesado!”. Ella volvía a la carga. Tres veces pesado, pensé, mirando los avisos en la pantalla. Volví a marcar. En vano. Tampoco hubiera sabido qué decir. ”Llevamos años sin vernos y de hecho mi vida ha cambiado, pero  esta noche me he acordado de ti en el cuarto de baño”.  No parecía una gran reaparición. Y además  podía ser cualquier otra persona…

“¿Cómo vas?” “Perdóname, me encuentro algo revuelto”.  Estaba fatal. Confundido y de mal humor.  Abecedario abajo, comprobé que algunos registros se habían desordenado.  Abuela Virginia se había convertido en Virginia Abuela e integraba desde el cementerio un improbable dúo en la “V” con el escueto Virgo del astrólogo al que consulto mi carta astral. Por cierto, pobre abuela, debería eliminar algunos números…  Qué ironía, siempre  insistía en que había que hacer limpieza… 
“Pero, ¿te pasa algo?”  “Necesito unos minutos, nada más”. Retorné al principio para comprobar de nuevo el baile de nombres  y apellidos y preguntarme, desconcertado, qué era lo sustantivo (el nombre, el apellido o el apodo), qué lo adjetivo  (nunca había llamado a Tío Manuel, menos a Pelirrojo Pádel),  y qué lo circunstancial, quizá yo mismo. ¿Seguiría en el mismo edificio y al cargo de los trasteros  Señora Quinto A, con quién viajará barato ahora Magda Rubia, continúan regalando una cerveza por cada pedido a domicilio en la Pizzería? “Entonces, ¿vienes o no?”.  Eché un último vistazo a la agenda. Yo tampoco estaba. Me había apuntado por comodidad y ahora el ejército de clones me acababa de expulsar despeñándome más allá de la capacidad de mi agenda. ¿Y si hubiera desaparecido al mismo tiempo de todas las demás? ¿Cómo figuraría en la de chiquitina? ¿Y si nunca llegué a estar? ¿Y si me equivoqué en alguna cifra al apuntárselo? Hacía tanto tiempo...
Vacié la cisterna, abrí el ventanuco, qué agobio me devolvía el espejo.  Detrás de las ojeras, el olvido avanzaba inclemente:  tenía dudas sobre mi quinto apellido. Alterado y con taquicardias, traté en vano de recordar mi propio número al tiempo que me prometía, en un penúltimo arrebato de rebeldía, que nunca más volvería a sucumbir mis obsesiones. Marqué AA y colgué al sentir, desde la puerta del dormitorio, cómo su teléfono vibraba en la mesilla. “Aquí estoy, cariño, qué ganas tengo.  Perdona, ¿me dejas un segundo el móvil? “        

 

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