El hijo de Gurb se las pira. Retorna a su planeta. Una pena. Comparte piso conmigo en Lavapiés, Madrid, y está perfectamente integrado: tampoco tiene papeles. Podía haberlos conseguido, es de madre española, pero su afición a engullir gorras le aconsejó evitar las comisarías. Hace un mes, disfrazado de ancianita, se empeñó en ir a urgencias debido a un incómodo atasco intestinal. “Al menos estará usted empadronado”. “No, pero me han dicho que la Sanidad es universal”. “Espere que reviso el convenio, ¿dentro o fuera de la Vía Láctea?”. Le atendieron como si fuera alemán. O, qué lamentable confusión, turcochipriota. El desenlace, que podría definir como multimedia, se produjo en la sala de espera. Omito los detalles; avanzo a las consecuencias. Una enfermera precisó atención psicológica. El muy fetichista le robó la cofia antes de esfumarse. “Esto con el copago no pasaría”, farfulló un concejal de Hacienda que agonizaba con el presupuesto estrangulado.
Mi extraterrestre favorito –hay otros, “políticos” los llaman- está harto. Indignado como un egpañol de treg generacioneg. Teme que los mercados le ajusten, recorten o tal vez nacionalicen y malvendan. El miedo, el asedio al diferente. Su padre le trajo para que aprendiera y practicara la elegancia de nuestro idioma pero, abducido por el espíritu Erasmus, prefirió aplicarse a otras artes más sudorosas. Cortejó con una legión de japoneses a las Majas y a las Meninas (a unas más que a otras), ligoteó sin fortuna con una pariente lejana de doña Manolita, frecuentó las selectas tertulias filosóficas que diseccionan y divulgan a la hora del té lo que viene siendo el pensamiento intelectual de Belén Esteban. En primavera se arrimó al 15M y, sobre todo, a los agentes que suelen rodear a los acampados. Tantas gorras juntas, algún suculento casco. Hasta que en una fiesta infantil, después de zamparse entre coreados eructos –qué majos los peques- y no expulsar dos sables, tres gatos de peluche y un globo lleno de agua, conoció a su Hello Kitty.
Al principio se le atragantó tanta dulzura. Ahora, cosas del cariño y del bombo que teme haberle hecho, no sabe cómo decírselo. Duda entre el clásico “me ha surgido un viaje interestelar” o el más positivo y sugerente “ahí te quedas, chatina, vaya suerte, con todito el futuro para ti por delante”. El domingo fuimos al Rastro buscando un regalo que suavice la despedida. Gurbie se fijó en un chaleco calado, salpicado de aire y transparencias. “Se lo vi puesto a una chica que andaba por la playa en topless”, le explicaba una modosa treintañera a su madre. “Se le vería todo”, sentenció la generala. “Respeto, señora, que yo por mi Kitty matooooooooo”. Conseguí desviarle hacia un puesto de abrigos. “¿Cuánto cuestan?”. “Ahora, 50, 100 euros…” , calculó la responsable de ventas, “en invierno, 300”. La inflación, dice los jueves el Trichet, que amenaza con desbocarse e incluso despeinarle.
El bicho se va. Con un par. Y no intentes convencerle. Menudo carácter. “¿Y si regalo a Kitty unos calzoncillos de Egpaña, serán demasiado nacionalistas para mi querida poppie nipona?” “No, hombre, somos campeones del mundo” “¿En qué?” “En mosquearnos, tronco, en mosquearnos”. “¿Y yo?” “Tú en preguntar, y no te mosquees que no tienes papeles”. Extraterrestre y todo, también ha optado por contener el gasto. Diez minutos más tarde, le sorprendí intentado distraer una boina militar.
“¿Qué cojones hacéis?” (en castellano antiguo, en el original). Tratamos de disimular preguntando por la marcha del negocio. “¿Se vende mucho?” “Mucho preguntar y poco comprar”, replicó, henchido de cabreo patrio, el director de comunicación del tenderete. Me extrañó el silencio de Gurbie. Desde otro puesto, ya le estaba mostrando muerto de risa una camiseta consagrada al aforismo escatológico. Será macarrilla...
Nunca le dejo ir solo al Rastro. Porque se enfrenta –por la gorra- a los artistas callejeros. Porque es un basurillas de Diógenes, y ya imagino quién va a limpiar su cuartucho cuando abandone el nido. Es un poco escandaloso, pero buena gente. Inocentón. Un jarrón de latón oxidado estuvo a punto de provocarnos la ruina. “¿Cuánto cuesta esto?”. “Quince euros. Una maravilla, lo verá cuando lo compre”. Murmullo de aprobación. El engaño, ese pecadillo venial. “Le doy diez”. El regateo como una de las bellas artes. “Pero si me ha costado doce”. “Diez”. “Voy a dársela por doce, lo que me ha costado, ¡y a tomar pol culo!”, bramó el director de marketing. “Diez”. El corrillo se frotaba las manos. “Faltan dos, traiga aquí eso”. “Bueno, tome, once y doce”. “Hay que joderse, lo que cuesta soltar la gallina…”. Gurbie se revolvía agitado por una inquietud semántica. “¿Qué significa “a tomar pol-cu-lo, es chino”?” “Uff ,,, significa trato hecho”. “¿Te apetece tomar algo en un bar?” “Perfecto, ¡a tomar pol culo, bicho!”. Los tabernícolas madrileños llevan meses como la prima de riesgo: desquiciados. Y, como la deuda, apalancados en el quicio. “La cerveza, dentro; el cigarro, fuera; y para hablar por el móvil hay que salir porque en el interior no se escucha…” En la calle tampoco caben secretos. “Llegaré tarde, yo también te quiero, un beso, ya está, pedidme otro mojito”.
“¿Qué cojones hacéis?” (en castellano antiguo, en el original). Tratamos de disimular preguntando por la marcha del negocio. “¿Se vende mucho?” “Mucho preguntar y poco comprar”, replicó, henchido de cabreo patrio, el director de comunicación del tenderete. Me extrañó el silencio de Gurbie. Desde otro puesto, ya le estaba mostrando muerto de risa una camiseta consagrada al aforismo escatológico. Será macarrilla...
Nunca le dejo ir solo al Rastro. Porque se enfrenta –por la gorra- a los artistas callejeros. Porque es un basurillas de Diógenes, y ya imagino quién va a limpiar su cuartucho cuando abandone el nido. Es un poco escandaloso, pero buena gente. Inocentón. Un jarrón de latón oxidado estuvo a punto de provocarnos la ruina. “¿Cuánto cuesta esto?”. “Quince euros. Una maravilla, lo verá cuando lo compre”. Murmullo de aprobación. El engaño, ese pecadillo venial. “Le doy diez”. El regateo como una de las bellas artes. “Pero si me ha costado doce”. “Diez”. “Voy a dársela por doce, lo que me ha costado, ¡y a tomar pol culo!”, bramó el director de marketing. “Diez”. El corrillo se frotaba las manos. “Faltan dos, traiga aquí eso”. “Bueno, tome, once y doce”. “Hay que joderse, lo que cuesta soltar la gallina…”. Gurbie se revolvía agitado por una inquietud semántica. “¿Qué significa “a tomar pol-cu-lo, es chino”?” “Uff ,,, significa trato hecho”. “¿Te apetece tomar algo en un bar?” “Perfecto, ¡a tomar pol culo, bicho!”. Los tabernícolas madrileños llevan meses como la prima de riesgo: desquiciados. Y, como la deuda, apalancados en el quicio. “La cerveza, dentro; el cigarro, fuera; y para hablar por el móvil hay que salir porque en el interior no se escucha…” En la calle tampoco caben secretos. “Llegaré tarde, yo también te quiero, un beso, ya está, pedidme otro mojito”.
Mi peludo es público agradecido, aunque a veces inoportuno. En una tasca, media docena de parroquianos apuraban su consumición reflexionando sobre el sentido de la vida en meditabundos grupos de a uno. Hasta que Gurbie preguntó al camarero: “¿qué le parece la ley del tabaco?”. Saltó el más veterano. “Vivir mata, claro…. a este paso van a prohibir hasta las putas”. La única mujer presente, con un cigarrillo en la boca, se apresuró a darle la razón (sobre el tabaco). Un extranjero tocapelotas -¿y con papeles?- envidó a la lógica. “Hombre, fumar mata a los demás”. Ella asintió, comprensiva, “aunque yo estoy muy sana”; el guiri, hispanista galante, intentó invitarla. No hubo manera. Alzó entonces la voz. “Llevo viniendo aquí desde los años 50…”. El veterano frenó en seco la descarada incursión foránea. “A mí me traía mi padre cuando era pequeño, recuerdo que había escupideras”. Gurbie, sin duda removido por tan agradables recuerdos, comenzó a toser. “Un vaso de agua”, solicitó el de gafas, “que tengo que tomar una pastilla”, aclaró para que nadie dudara de su recia y arraigada egpañolidad. El bicho, tras esputar disimuladamente bajo un tonel, se acercó a pagar sorteando voces tronantes, dedos índice ya amenazadores. “¿Cuánto se debe, jefe?” “Cuatro euros” “Perfecto, ¡a tomar pol culo, bicho!”. “Mire, joven, no consiento….¡métase el jarroncito por donde le quepa!”. “Me marcho, claro que me marcho”. Sí, se enfada como-un-egpañol-de-toda-la-vida.
Gurbie se vuelve. Ya se lo ha dicho a su padre, que después de dar bastantes tumbos, puso un negocio de “compro oro” (y, por cierto, no le va nada mal). Buscará un trabajo que le realice, aprenderá PowerPoint, llegará a director general, se prejubilará con cargo al Estado, comprará un apartamentito en su costa sin mar, comerá lustrosas gorras en el porche mirando con nostalgia su planeta adoptivo mientras compone odas a la juventud perdida y poesías obscenas a Kitty. Esta tarde hemos quedado para revisar su nave. “No, mejor esta tarde no, acaba de llamar mi gatita, el lunes me pongo, sin falta, el lunes a primera hora”…. Tanto tiempo en Egpaña…
No hay comentarios:
Publicar un comentario