domingo, 19 de septiembre de 2010

Ligeros de equipaje



No soporto las bolsas de plástico en el coche. Suelen aparecer de forma traicionera y tardía, envueltas en una sonrisa familiar, cuando creo que ya he acomodado todos los bultos. Entonces me enojo, resoplo, maldigo mi suerte. Pero acabo tirándolas a los pies del copiloto. Y pago mi debilidad. Durante el trayecto, seguro, se juntan, se retuercen, se reproducen. A la hora de descargar ya se han multiplicado, están llenas de cachivaches, incluso hay algunas rotas. ¿De dónde salieron? Quizá sea una neura de la edad o un trauma infantil, qué importa. Nunca daré marcha atrás. El equipaje cabe en la correspondiente maleta o es prescindible. Cuestión de principios, cuestión de espacio, cuestión de tiempo.

Cinco veces, cinco, he cargado hasta los topes el vehículo familiar durante las cinco semanas, cinco, del verano que ha concluido. Además de maletas varias, mochilas playeras, cuna de viaje y silla infantil de paseo, en el viaje de regreso transportábamos hacia Madrid un par de balones, cubo y pala, una caña de pescar (gentileza de Marta), un piano de juguete (qué detalle, María Luisa) y hasta un paisaje de Sicilia (herencia de Alfonso). Con pericia y picardía pudimos olvidar en el pueblo dos churros de piscina (gracias, Lola). Pero lo conseguí: ni una puñetera bolsita.

Cada familia tiene sus propios demonios. Y el de los Saiz de Apellániz es el equipaje. Siempre fuimos de coche pequeño: 127, Ritmo, Seat Ibiza. Y nosotros crecíamos (poco). Mi padre bufaba, cigarrillo en la boca, cuando nos veía aparecer con nuestras maletas para pasar agosto en Fuentecén. Llevábamos hasta el radiocasette. “Parecemos el circo Price”, decía. Pero, de milagro o por experiencia, tras la frase mágica fabricaba huecos, apilaba bultos y con el gesto todavía torcido y las ruedas delanteras a dos palmos del suelo, ponía rumbo al pueblo.

Su espíritu prudente, hay que reconocerlo, tampoco facilitaba las cosas. Porque el maletero vacío ya contenía de serie un paraguas, toalla y bañador, botas chirucas, la reglamentaria manta de cuadros, un puñado de mapas anticuados y hasta el capote y la muleta. Elementos suficientes para deslumbrar a los amigos en las noches de fiesta. Pero nada más. Porque nunca nos sorprendió una vaquilla merendando a la orilla del río. Una pena, estábamos preparados. De sobra.

“Que no falte de nada” ha sido nuestra consigna viajera. La maleta de mi hermana fue bautizada como “el hipopótamo” debido a sus desmesuradas dimensiones. Mi bolsa alargada de tenis era “el chorizo”; yo solía cargarla sobre el hombro derecho, como un caracol asimétrico. Todavía hoy, mi hermano viaja en ocasiones a lomos de una enorme mochila. Cualquier día, en un ataque de debilidad o de modernidad, se convertirá a la rueda.

Con el carnet de padre dan el de porteador. Y el de acomodador, y el de aparcacoches, y muchos más. Lo asumo con resignación. Fiel a los genes, intento transmitir el legado a mis hijos: ni un chisme de más, por favor. Luego, al enésimo intento, cierro por fin el maletero y conduzco orgulloso de mi triunfo, concentrado en la carretera, convencido de que mi obsesión geométrica les será útil en el futuro. Hasta que la líquida y escurridiza realidad me desborda. “Papá, quiero vomitar, ¿tienes una bolsa?... ”

3 comentarios:

Gooseboy dijo...

Por mis narices que no va nada suelto dentro del coche, aunque me tenga que estar aquí colocando tres cuartos de hora.

Raquel dijo...

Llevo más de 10 minutos riéndome.... mi padre nos llama la familia mochilitas: Ro es “el mochila”, la gorda “la mochilita”, me imagino que el gordo será “el mochilito” y yo soy Madame "bolsitas de papel"… es inevitable.
El relato de 10!!! Por favor escribe más a menudo en el bloc

Gooseboy dijo...

No murmuréis, apartaos, dejadme solo... Esto es algo personal. Algo que tenemos que resolver entre el maletero, los bultos... y yo.