
Hace cuatro años me acerqué en varias ocasiones, como
periodista y ciudadano, a observar qué se cocía al calor del 15-M. Donde al
principio había una acampada de jóvenes fueron apareciendo parados en la madurez, jubilados, algunas familias con niños. Esa mezcla a la que, cuando queremos criticar,
etiquetamos como la gente, transmitía
una indisimulable sensación de sueños derrotados. Pero contra el derrotismo exhibían, sin embargo, un impulso vibrante para reinventar la democracia de la que se sentían expulsados de facto.
La coexistencia de la crisis feroz (y tan desigualmente
repartida) con la sensación de corrupción impune ha cambiado de tal manera la
percepción que ni siquiera una dosis somnífera de consumo apagará las muy fundadas dudas sobre nuestra cohesión social. ¿Cuándo volveremos a comprar el indulgente
mantra de que "en España se vive muy bien"?