Unos cuatro
kilos suele perder a lo largo de la temporada el triatleta Javier Gómez Noya,
pentacampeón mundial de la especialidad, medalla de plata en los Juegos de
Londres en 2012, Premio Princesa de Asturias del Deporte y, para desgracia de todos, ausente en Río de Janeiro. Unos cuatro kilos
puede ganar en sólo dos semanas, si no
escatima esfuerzos, cualquier aficionado entregado al sacrificio
de disputar con febril intensidad desde el sofá los Juegos Olímpicos.
Mientras nuestros representantes sudan, miles de bolímpicos vagoréxicos nos tocamos -con perdón- las bolas en el sprint final de esta maratoniana
temporada deportiva. Sólo en las últimas semanas hemos corrido sin bicicleta al ritmo de Froome
por las rampas del Mont Ventoux, hemos sudado como los dirigentes del PP para borrar los discos duros de los
ordenadores de Bárcenas, hemos disfrutado más que el peluquero de Messi. Y aquí seguimos, como si tal cosa, listos para el siguiente esfuerzo.
La vibrante variedad
del programa nos invita a dar un salto
cualitativo sin quebrar la horizontal para inventar aerodinámicas posturas que
hagan compatibles los pies en alto con la visión panorámica y la atención
permanente a la doble pantalla. Hasta el concurso
de doma clásica puede resultar apasionante gracias a los comentarios en Twitter.
Competimos por
la noche sin dejar de ejercitar durante el día nuestro propio triatlón. Paseo en bici al súper para comprar unas cervezas, legañas a remojo aprovechando las rondas preliminares de gimnasia rítmica o el lanzamiento de peso, trotecillo cochinero en chanclas al bar para leer el “Marca” y comentar la jugada con
otros hijos adoptivos de Homer Simpson. Competimos por separado, pero fieles al espíritu de Coubertin, formamos parte de una familia, practicamos un idéntico y (poco) sano estilo de vida.
Algunos héroes, los menos, han seguido ascendiendo por la senda
de la superación personal a la búsqueda de nuevos límites. Los Juegos de Invierno, por ejemplo. Una noche de asfixiante agosto, un
bolímpico con vocación enciclopédica trató de introducir al atónito parroquiano
de un bar de camping en los secretos del curling. "Los hielos, para el cubata", remató cuando ya emprendía el camino hacia su trinchera en el sillón.
Compartamos nuestros códigos. Una mirada escrutadora antes de la competición, fingida
indiferencia durante el desarrollo, ligeros sudores en la hora decisiva, una
lagrimita furtiva –"¡qué grande!"- en caso de récord mundial. Y, por supuesto, máximo respeto a los himnos. Lo expresaremos levantándonos para desentumecer los músculos. Puede que por descuido perdamos un par de calorías. No importa: remontaremos. Nuestra patria es el deporte.
Pasivo.
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