Me nacieron en Valladolid, y aunque suelo reivindicar tan
histórica cuna, reconozco que mis méritos personales, más allá de abandonar en
el momento adecuado el útero materno,
son bastante limitados. Me siento castellano; ni viejo, ni nuevo, castellano
a secas, originario de una comunidad creada de forma artificial para redondear el mapa autonómico porque ya se estaba agotando
el café para todos. ¿Austero? Probablemente ¿Enjuto? Cada vez
menos. ¿Serio? A ratos… Más español que
orgulloso de serlo, dadas las circunstancias. Exultante en las victorias
deportivas, pero especialmente por el valor del esfuerzo. Abochornado por la
corrupción y el despilfarro de recursos públicos. Muy avergonzado de que, siete décadas después de la posguerra, haya
personas rebuscando en los contenedores de esta esquina de Europa que otras
veces ha admirado y fascinado a tantos extranjeros.
Lo diré sin rodeos: el nacionalismo, incluido el español,
me importa poco y en algunas ocasiones hasta consigue aburrirme. Creo en las personas más allá de los prejuicios, doy importancia sólo
relativa a himnos y banderas, pero
detesto la falta de respeto hacia los símbolos ajenos. Me parece perfecto que haya ciudadanos íntegros
e ilustrados –no creo que sean
necesariamente estúpidos o intrínsecamente malintencionados- que se sientan más catalanes, gallegos o
vascos que españoles. Que se sientan como quieran, no hay problema en eso… Tengo amigos entre ellos y lo seguirán siendo, más allá de su pasaporte.
Pero discrepo de que los colores de su
corazón les otorguen el derecho a
construirse un mundo a medida. Puestos a
presumir de sueños, a edificar sobre el idealismo, prefiero un planeta sin
fronteras. Resultaría, sin duda, más
justo.