Mariano Rajoy llegó a Nueva York horas antes de que los autobuses de indignados aparcaran en Madrid. En una estampa propia de Photoshop, posó unos segundos con los Obama que, por educación o por error, le preguntaron por las hijas de Zapatero. Desconcertado, fingió no haber entendido la pregunta; de hecho, tampoco la entendió. “Amigo Barack, estarás aburrido de tanta foto… ”. El presidente estadounidense clausuró el duelo de equívocas amabilidades encogiéndose de hombros. Silencio contra silencio, sonrisa con sonrisa y que pase el siguiente. Cómo las gastan los superhéroes planetarios. Mariano tomó nota. Y dedicó sus dos tardes estadounidenses a retratarse para la efímera posteridad de Twitter con variopintos interlocutores.
A varios miles de kilómetros, varios miles de indignados rodeaban, en una iniciativa de predecibles consecuencias, el Congreso de los Diputados. Unidades antidisturbios, centenares de golpes, decenas de heridos. La Policía vencía a los puntos, también a los de sutura, hasta que se empeñó en exhibir su exceso de celo, quizá para recuperar la paga extra. Cuando el presidente pregonaba al vacío desde el estrado de la ONU su apuesta por la paz y la seguridad mundiales, las televisiones actualizaban el parte de guerra en la otoñal madrugada madrileña. Cuando vendía las reformas de España en la sede del “Wall Street Journal”, cuando juraba que enderezar la economía era una tarea “apasionante”, caras ensangrentadas y porras en alto reflejaban una sociedad en bancarrota, con creciente déficit democrático, la ilusion dilapidada y los ideales en el subsuelo.