El domingo
me fugué con un alfil. De repente. Hasta pronto. Anochecía sobre la nave abandonada
y no acababa de ver la luz en nuestra partida de ajedrez. Sin
aviso, lo agarré y echamos a correr derribando una torre, esquivando las dentelladas
de los caballos, ignorando la cólera de la reina menospreciada. El enfado, “¡que
te den!”, de mi rival. Se quejaba de que tenía ventaja. Imbécil...
Enfilamos la
Diagonal y salimos de la ciudad. Solo frenamos en el peaje. El empleado pareció
advertir el rictus acartonado de mi copiloto. Para evitar preguntas, le tendí la tarjeta de crédito. “Chasgracias”. Me la devolvió solícito. “Quitiene”.
Barrera arriba, vía libre. Elegí una música agradable y comencé a silbar, la
ventanilla bajada como en las películas. Fatigados, quizá felices, refugiados
en el silencio.