De madrugada, cuando creo que nadie me ve, acelero.
Una carretera desierta por delante. La ciudad, a
mi espalda, expulsó hace horas al último insomne. Concentro entonces toda mi
sensibilidad en los dedos, entrecierro los ojos, contengo la respiración.
Rápido, más rápido, mieeerrrrrda. Dos luces y un frenazo.“Tome”. “Chasgracias”.
“Quitiene”. “¿Está bien?, ¿qué le ocurre?”. “Nada, nada, continúe,
chasgracias”.
La fortuna, harta de ingratos, protege en ocasiones a
los corredores furtivos. Prometí no volver a hacerlo cuando recibí un aviso de despido. Tres
vehículos parados, esperando, mientras yo batía mi récord de puntuación.
Fingí problemas con el ordenador pero una cámara me había grabado.
Primero llegó la bronca. Más tarde, el mail recordándome las normas. ‘Está
prohibido jugar a la videoconsola en la cabina del peaje’. El jefe, quizá por
humillarme, trató de ser condescendiente. “¿Por qué no mira las fotos del
Facebook, como todos?”
Me llamo Quitiene, Chasgracias Quitiene, y cuando nadie me ve, acelero y acelero. Mi vida,
cansada de las vidas ajenas, también se detuvo hace una década, aquel día que
acepté este trabajo. El pasado sábado, por sorpresa, se puso de nuevo en
marcha. Nunca me levanto durante mi turno, ni siquiera a estirar las piernas.
Nunca hablo con los conductores, ni siquiera contesto a quienes preguntan si
van en la dirección correcta. Pues claro, por eso han llegado aquí. Yo asiento
y punto. Ellos, asiento y seguido. Nunca… pero aquella chica me pidió ayuda. Ni
siquiera me pareció guapa, ni siquiera simpática, ni siquiera interesante.
“¿Es a mí?”. “No hay nadie más…”. “Ah,
chasgracias”. “¿Puedo refugiarme un rato en tu cabina?” La luna delantera se
había roto, estaba aterida. Asentí. Pasó. Le presté un rato la silla, le invité
a agua de mi termo, saqué del armarito el chubasquero procurando ocultar las
revistas pornográficas…”Perdón, son de un compañero...” Pasamos tres horas de
silencio compartido. Al principio fue incómodo, luego nos entendimos bien. Una
vez jugaba ella, otra yo. Si venía un conductor, mi invitada proseguía la
partida sentada en el suelo. Gracias a su habilidad, superé cinco veces
consecutivamente la puntuación anterior. Al amanecer, me devolvió la
videoconsola. “Quitienes”. Un guiño. “Chasgracias”. Una sonrisa.
Desde entonces no ha faltado ni una sola noche.
Aparece antes del amanecer, aparca y espera a que yo abandone la cabina. Nos
montamos en mi coche, bajamos a la estación de servicio, desayunamos café con
churros, compramos la ficha, paramos el motor, saltamos al asiento trasero y
nos entregamos al sexo de urgencia mientras el vehículo celebra la fiesta de la
espuma en el túnel de lavado. Sí, mi vida ha cambiado de golpe. Cada vez
me apetece menos jugar, me siento incapaz de batir en solitario el récord. El
jueves, entre agobiado y eufórico, me hice amigo del jefe en Facebook y - ya lo dice él- mi
carrocería nunca había estado tan reluciente.
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