El nuestro
fue un amor de circunstancias. Nos presentó una amiga común, presintió que
encajaríamos bien. Comenzamos a salir juntas por costumbre, hasta que las
llamaradas de tantas afinidades nos hicieron inseparables. En 1803 nos casó la
RAE y quedamos instaladas en la decimocuarta estancia de su diccionario.
Quisimos
formar una famillia felliz, tuvimos
no sin dificultades una parejita de vocales gemelas. Procuramos que cada una se
sintiera única y distinta. Porque no supimos educarlas o porque así son las
letras de ahora, debieron sentir que nos separaban y se marcharon, cada una por
su lado, a fundar sus propias sílabas. Cómo me apena que apenas se llamen para
felicitarse las Navidades. Y allí nos quedamos nosotras, solas de nuevo,
aburridas y condenadas a envejecer en compañía por miedo al "qué dirán"
Si al menos
hubiéramos sido suecas, podríamos, orgullosas, haber formado parte del nombre
de una estantería de Ikea. Pero, atrapadas en el castellano, en mi corazón fueron
creciendo el aburrimiento, la tristeza y, por qué no admitirlo, la envidia.
Nunca entendí por qué ella siempre tenía que ir delante, por qué ella y siempre
ella se vestía de fiesta cuando salíamos al inicio de una frase. Nunca fuimos
libres ni mucho menos iguales. Tanto rencor cada vez me escocía más.
Una mañana
de febrero me planté. "Hasta aquí hemos llegado", le espeté lloribunda y llenajenada.
Cuando pedí el divorcio, reaccionó con altivez. "Ni siquiera sabes valerte por
ti misma". Traté de explicarle mi malestar, intentó justificarse. "Llegué
primera, eso es todo". No me convenció. "Seré una l liviana, locuela y libre". "Y prescindible", apostilló con llamativo desprecio.
Llovía a
cántaros cuando, tras arrojarle las llaves, abandoné el hogar llevándome los
discos de Pimpinela. Vagué por algunos cuentos infantiles, me perdí entre
fábulas, dormí acurrucada en un poemario de Gloria Fuertes. Hice amistades con
alguna i descarriada, pero debido a mi mala experiencia como madre, renuncié a
establecer relaciones duraderas con vocales. (Suelen tener demasiado afán de
protagonismo).
Una tarde
encontré a una t elegante, distinguida y atractiva. Me sedujo rascándome la espalda,
contamos estrellas y acabamos practicando el sexo tántrico bajo la camisa de
una novela de aventuras. Con el tiempo descubrí que era como tantas. Si yo
quería salir, ella prefería descansar. Dormía al amanecer, justo cuando yo me
levantaba. Incompatibilidad de caracteres.
Nos
separamos sin reproches ni traumas. Al cuarto de hora, cuando caminaba por una
carretera, me llamaron desde un coche. "¿Te llevo?" Aquella c me conquistó por
su corazón. Nos compenetramos bien. Bebemos alcohol clandestino, bailamos en un
club de alcurnia y, aunque es un poco alcahueta, nunca me la ha clavado.
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