El 22 de
septiembre de 2011, a última hora de la mañana, el Congreso votó de forma
sucesiva ocho enmiendas del Senado a proyectos de ley sobre materias tan
diversas como las explotaciones agrícolas y el Museo Reina Sofía, y convalidó luego
dos decretos sobre el Impuesto de Patrimonio y el empleo en las Fuerzas
Armadas. Apenas hubo abstenciones. O nuestros parlamentarios se han
transformado, estimulados por un ambiente hostil, en humanistas de infinita erudición
o bien encarnan un dechado de disciplina a la hora de apretar el botón que indican,
mano en alto, a la manera de la NBA, sus portavoces.
Con el advenimiento
digital, el clickealismo ha dejado
de ser patrimonio del índice vertiginoso de nuestros dedócratas electos. En el mismo lapso apresurado en que se
desarrolló aquella incontenible cadena de votaciones, un internauta podría hoy,
cinco años después, respaldar un centenar de causas, algunas incluso deseables.
Podría llegar a apoyar miles, millones,
todas; aunque fueran incompatibles entre ellas. Porque respaldar una petición
en Internet no implica postergar otras y además es baratwo. Su coste se limita al
desgaste de nuestros bienintencionados ratones. Y eso no es maltrato animal, al
menos hasta que a alguien se le ocurra proponerlo y salga adelante. Cuestión de
tiempo.
Si las
firmas de una Iniciativa Legislativa Popular van a parar al registro del
Congreso, que a veces es el morir
manriqueño, ¿adónde se dirige el caudal de amor y solidaridad, la
rebeldía con causa, el hálito justiciero que inunda los foros virtuales? El
manantial nace en las cumbres de la indignación, serpentea por grupos de
Whatsapp, empapa los muros y acaba vertiéndose al océano de las redes sociales .
Cuando las altas temperaturas, el aburrimiento o la falta de expectativas cargan
el ambiente, ese flujo se condensa hasta desatar una tormenta en forma de trending topic que a su vez realimenta
la indignación original.
Se cierra
así el ciclo de la autopersuasión, capaz de concienciarnos sobre una causa
hasta el punto de provocar que le demos un pasional "me gusta", firmemente decididos a no hacer nada más por ella.
Siempre existen excepciones, como noticias hay de algún modélico activista que
con justificada indignación se lanzó a asaltar los suelos, donde en
realidad comienzan las revoluciones. No
llegó sin embargo a movilizar a quienes calculan si “like” o “share”, dudan entre un retuit mecánico y una conga colorista de
emoticonos, toman postura ante el penúltimo dilema ético de la
contemporaneidad. ¿Cambiar el mundo? ¿O mejor cumbiar el mando?
Esta
proliferación de pasionales clickealistas
abre un prometedor ámbito de investigación a la neurociencia. ¿Sensibiliza o
insensibiliza haber apoyado en una semana más de una decena de causas? ¿Cuántas
personas hacen falta para convertir una causa en justa? ¿Y una guerra? ¿Qué
relación hay entre el amor y el algorismo?
Camuflado entre una jungla de enlaces y lazos socializadores, la pasada noche un community
manager insomne divisó una conversación de
náufragos cuasi analógicos. Llegó a observar sobresaltado que alguno se
despedía hasta el día siguiente para abrir un libro, temió que se hubiera quedado sin batería.
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