La encontré
un jueves por casualidad, al agacharme a rescatar una moneda suicida. Estaba
junto a la pata de la cama, todavía cerca del libro. Le faltaba una letra, tenía
rotas otras dos. Yacía exánime y avergonzada, entre el atrevimiento
de quien emprende una loca huida y el muy humano pudor del fracaso. Tendida a
su lado, una virgulilla trataba de ocultarse bajo una pelusa. Saqué el cassette de
Bruce Springsteen y deposité a la agonizante con sus miembros fracturados en la
caja de plástico transparente. Como tantas veces había escuchado, rodeé todo
con minúsculos pedacitos de hielo.
El
palambulatorio se encontraba casi vacío. No tuve que dar demasiadas
explicaciones; los accidentes son frecuentes en verano. Nos atendió un médico en prácticas. Se mostró desconcertado. Aunque en esta época acuden pocos
enfermos, admitió que apenas tenía tiempo para leer. Pidió ayuda de forma
discreta a un par de compañeros con más trienios, bolígrafos y dioptrías.
¿Volante para el especialista? No disponíamos de tanto tiempo. ¿Traslado a
Urgencias? ¿Cuánto tardaría la ambulancia?
"Tiene mala
pinta", dictaminó un empleado de mantenimiento mientras trataba de averiguar de
dónde provenía aquel olor a cloaca. El consejo de sabios integrado por
el personal en pleno, el representante de un laboratorio y el frutero cronopio
de enfrente, que había acudido a recoger unas recetas para lo de su señora, dictaminó que había que operar. ¿Quedaría bien?
Nadie quiso mojarse.
La
telefonista, lectora ocasional de ebooks románticos, sugirió con buen criterio
practicarla antes un análisis de urgencia. La enfermera del palaboratorio había
salido a desayunar. Regresó apresurada, con el morro torcido y la bata decorada
con migas de croissant integral. Contra todo pronóstico, la prueba arrojó algo
de luz. Las lesiones eran fruto de la caída pero la palabra había sufrido antes
un desgaste devastador. Algún escritor desaprensivo –y mira que me gustaba…- la repitió por
sonoridad, la sobreexplotó en metáforas devastadoras, la exprimió hasta el
agotamiento. Primero se inflamó la vírgulilla y una complicación posterior
extendió la infección al resto de las letras. Dado el tiempo transcurrido, se
antojaba imposible reimplantar los
miembros amputados y devolverle su aspecto original.
Fueron
ochenta y siete minutos de indescriptible angustia, de citas enjundiosas y
opiniones vanas. Tras pasar por las intuitivas, erráticas pinzas de aquel
gabinete de crisis, el rimbombante adjetivo volvía a recuperar el pulso… transformado en una improbable interjección.
Quedará a salvo de noticieros, boletines oficiales, prospectos de medicamentos. Permanecerá ingresada en un palambique un par
de meses, hasta que pueda destilar nuevos significados que le permitan valerse
por sí misma. Con suerte, quizá le reconozcan la incapacidad permanente, la
honrosa jubilación en un ficcionario descriptivo donde pueda descansar el resto
de sus días.
¿Y la
virgulilla? No pudimos salvarla. Pero aprovechando la confusión se refugió en un
Vademecum, inició una nueva vida, se
amancebó con una “z” resabiada y ahora quiere estudiar Mediziña.
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