La tarde en que murió García Márquez desapareció sin
misterio una miríada de palabras. Algunas sencillamente se borraron, salpicando de
blancos los pentagramas del hijo del telegrafista de Aracataca. Otras
echaron a volar, se escaparon de las páginas, mezcladas con el polvo que se
revela al trasluz cuando el viento entreabre en la
contraventana del tiempo.
Era jueves cuando la muerte se emancipó de la
fabulación. Faltos de ritmo, aterrizaron a trompicones los hados del relato.
Aquellas portadas del boom, universos y novelas, el homenaje al genio. Un
sustantivo, impar y desgastado, agonizaba entre adjetivos retorcidos para
destilar, infructuosamente, el jugo de la enésima imagen original. Los
verbos, fuera de sitio, guardaban silencio. Luto en las letras.
Algún día regresaremos con Melquíades a Macondo. Inventaremos vocablos y fabricaremos artefactos ahora
ni siquiera soñados, nos empaparemos bajo ese diluvio cósmico que reblandece el
alma, ahondaremos en los abismos genealógicos que transformarán en leyenda
nuestros demonios familiares. Bajo el vértigo narrativo, volveremos a volar
enhebrados al hilo de otra historia.
Entretanto, han concluido los tragos y hasta las putas
están tristes. Al realismo, agotado y sin magia, le asoman tuercas y tornillos
bajo los andamiajes. Ingeniería literaria, algoritmos sin sorpresa. Adiós a
la poesía, dónde se ahogaron los sueños, nos preguntamos con los pies
anegados en el fango, fatigados otra jornada más por tanta prosa.
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