miércoles, 26 de marzo de 2014

Suárez, adiós al miedo

No recuerdo si fue poco antes o después del 23-F cuando mi padre me regaló aquella pegatina que simulaba la placa azul de una calle: ‘Avenida de la Libertad’. No he olvidado, sin embargo, la advertencia posterior que desarmó mi ilusión adolescente.  ‘Llévala mejor dentro de la carpeta, todavía hay mucha gente que no entiende estas cosas’.
 
Imagen difundida por A. Suárez Illana
Una década más tarde, como estudiante de Historia Contemporánea, fui un admirador de la transición española a la democracia. Leí bastantes libros, asistí a congresos, escribí algún artículo sobre el papel de la Prensa en aquellos años fundacionales. Confieso que siempre eché de menos la alusión a un protagonista invisible: el miedo. A quién le importaba ya. Nuestro país se había convertido en un mito universal de abrazos, concordias y consensos, en objeto de estudio y envidia en Hispanoamérica y Europa del Este.
Bajo la euforia de ese éxito colectivo hemos tendido a olvidar que la España en blanco y negro no se desvaneció de forma inmediata bajo la pesada lápida del dictador. Continuó proyectando durante años sombras grises y amenazadoras, antiguos temores confesados a media voz. Los franquistas temían perder el omnímodo poder que creían haber conquistado para siempre en la Guerra Civil. Los demócratas sentían pavor a perder de nuevo el futuro. Y en el centro, el Rey y Suárez, doblemente traidores. Para unos, por desmontar la dictadura utilizando su propias leyes; para otros, por haber consentido que algunos de sus protagonistas conservaran  significativas parcelas de poder.
 
Fraga, Carrillo, Blas Piñar han muerto en fechas recientes, acaso simbolizando la desaparición de los bandos de la contienda cainita. Pero con la muerte de Adolfo Suárez  vuelvo a sentir con nitidez que el miedo estaba ahí. Que entre noviembre de 1975 y febrero de 1981, pese a los colores de los carteles electorales, pese a saborear la libertad, buena parte de los españoles veían las noticias angustiados por la gravísima crisis económica, las tensiones separatistas, el terrorismo de ETA y del GRAPO, la violencia de la ultraderecha, el fantasma de una huelga que desestabilizara el país.  
Muchos ciudadanos vivieron aquel lustro entre los sobresaltos para pactar una Constitución y el desencanto posterior, desbordados por el ritmo de los cambios, sintiendo que la democracia era zarandeada a diario por atentados, amenazas, palizas, huelgas, manifestaciones y represión. Un lustro después de su entierro, el espectro de Franco se dio el último paseo por la memoria. En la noche del tejerazo, algunos se vieron obligados a destruir documentos comprometedores, a regresar por unas horas a la clandestinidad. Es creíble que incluso el Rey dudara; su país, su corona y su cabeza estaban en juego. Aunque haya devaluado después su figura, aunque esté de moda minusvalorar su mérito, aunque la Monarquía necesite una profunda revisión, aquella noche acertó.
 
Para entonces Suárez ya había anunciado su marcha, hastiado del acoso de los suyos y despreciado por los rivales políticos. No todo había sido limpio. Como cuenta Charles T. Powell, el monarca se había implicado antes para  ayudar a aquella forzada coalición, UCD, y evitar una temprana llegada de la izquierda al gobierno. Pero ni siquiera perduró la cooperación entre ambos. En los meses previos al golpe, lo ha explicado entre otros Javier Cercas, Juan Carlos I, que debía desempeñar una función solo arbitral, había dado muestras de su descontento con el presidente mientras se multiplicaban encuentros con la oposición, también la de izquierdas, para promover su caída y sustitución por un ejecutivo de unidad nacional dirigido por el general Armada.  
  
Adolfo Suárez decidió adelantarse y se retiró repudiado después de haber sido el más audaz entre tanta incertidumbre. Le recordaremos, a punto de abandonar el cargo, en pie y plantando cara a Tejero. Pero el sistema ya estaba asentado. Entre la fidelidad a sus principios y el instinto de supervivencia, desde el gobierno había sacado partido de los miedos ajenos para negociar las renuncias de cada uno y los consensos básicos. No tiene sentido aprovechar ahora la empatía del luto para reivindicar el retorno a la democracia como una obra perfecta. La única transición pacífica posible fue, como suele repetirse para denostarla, una transacción a múltiples bandas. Incompleta, interesada, insuficiente. Pero no lo olvidemos: las alternativas eran el franquismo o una ruptura que apenas fue mito y que podría haber abocado a otro enfrentamiento civil.       

Si hacemos balance, los errores de entonces, exacerbados hoy por la crisis, han dado lugar a ineficacias e injusticias. El sistema político ha derivado en una partitocracia, la solución autonómica ha generado un laberinto competencial, las instituciones naufragan en el descrédito, la insolvencia económica ha ensanchado la brecha social. ¿Quién es el responsable del naufragio? Suárez lideró la construcción de una arquitectura orientada a la estabilidad, pero han sido sus sucesores quienes han consentido la parálisis que está deslegitimando la antaño ejemplar democracia española.  

El líder intuitivo y carismático desaparece de nuevo, nos conmociona otra vez con un adiós. Su dimisión cuando percibió que era un obstáculo para la convivencia. Su retirada de la política al percatarse, a principios de los 90, que su tiempo había pasado. Su involuntaria caída en el olvido, como si la enfermedad le absolviera de su inconsistencia intelectual, de sus ardides y ambiciones. Adolfo Suárez se marcha y entra en la memoria a hombros de un agradecimiento popular inconcebible durante su carrera pública. Nos deja hartos y defraudados por el presente, presos del pasado, convalecientes de una nostalgia selectiva, pero despreocupados de aquellos miedos que su habilidad ayudó decisivamente a disipar.    

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