“¿Vienes a la cama?”. Podía haberme dado una voz desde el dormitorio, podía haber golpeado la puerta o simplemente haberse presentado, insinuante, en el servicio. Pero, qué bromista, me mandaba un SMS. Estaba intentando teclear con los dedos húmedos una respuesta sin erratas cuando llegó su whatsapp. El tercer aviso aterrizó en el correo electrónico. Le envié dos iconos, una sonrisa y una copa de champán, y regresé al listado para retomar el rastreo. La última esperanza era ese número sin identificar que precedía a las agobiantes hermanas AA. Qué ironía. Marqué, esperé quince segundos una respuesta. “¡Eres un pesado!”. Ella volvía a la carga. Tres veces pesado, pensé, mirando los avisos en la pantalla. Volví a marcar. En vano. Tampoco hubiera sabido qué decir. ”Llevamos años sin vernos y de hecho mi vida ha cambiado, pero esta noche me he acordado de ti en el cuarto de baño”. No parecía una gran reaparición. Y además podía ser cualquier otra persona…
“¿Cómo vas?”
“Perdóname, me encuentro algo revuelto”. Estaba fatal. Confundido y de mal humor. Abecedario abajo, comprobé que algunos registros se
habían desordenado. Abuela Virginia se
había convertido en Virginia Abuela e integraba desde el cementerio un
improbable dúo en la “V” con el escueto
Virgo del astrólogo al que consulto mi carta astral. Por cierto, pobre abuela,
debería eliminar algunos números… Qué
ironía, siempre insistía en que había
que hacer limpieza…
“Pero, ¿te
pasa algo?” “Necesito unos minutos, nada
más”. Retorné al principio para comprobar de nuevo el baile de nombres y apellidos y preguntarme, desconcertado, qué
era lo sustantivo (el nombre, el apellido o el apodo), qué lo adjetivo (nunca había llamado a Tío Manuel, menos a
Pelirrojo Pádel), y qué lo
circunstancial, quizá yo mismo. ¿Seguiría en el mismo edificio y al cargo de los trasteros Señora
Quinto A, con quién viajará barato ahora Magda Rubia, continúan regalando una
cerveza por cada pedido a domicilio en la Pizzería? “Entonces, ¿vienes o
no?”. Eché un último vistazo a la
agenda. Yo tampoco estaba. Me había apuntado por comodidad y ahora el ejército de clones me acababa de expulsar despeñándome más allá de la capacidad de mi agenda. ¿Y si
hubiera desaparecido al mismo tiempo de todas las demás? ¿Cómo figuraría en la de chiquitina? ¿Y
si nunca llegué a estar? ¿Y si me equivoqué en alguna cifra al apuntárselo? Hacía tanto tiempo...
Vacié la
cisterna, abrí el ventanuco, qué agobio me devolvía el espejo. Detrás de las ojeras, el olvido avanzaba
inclemente: tenía dudas sobre
mi quinto apellido. Alterado y con taquicardias, traté en vano de recordar mi
propio número al tiempo que me prometía, en un penúltimo arrebato de rebeldía,
que nunca más volvería a sucumbir mis obsesiones. Marqué AA y colgué al sentir,
desde la puerta del dormitorio, cómo su teléfono vibraba en la mesilla. “Aquí
estoy, cariño, qué ganas tengo. Perdona,
¿me dejas un segundo el móvil? “
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