Avanzo con
determinación, entro en el área, alargo la zancada, sorteo el punto de
penalti y llego hasta el poste derecho. Camino sobre la línea como un
funambulista. Aspiro todo el aire que puedo. Hincho el pecho.
Desafío, a través de la red, a los aficionados, más exaltados que de costumbre.
Toco el otro palo y me clavo en el centro de la portería.
Ajusto los guantes.
Primero el derecho, luego el izquierdo. Están algo desgastados; no es día
para estrenar. Grito a los laterales. Primero al derecho, luego al izquierdo.
“Ánimo, que vamos a ser campeones”. Completo mentalmente la frase: “… si no dejáis
tantos agujeros como el miércoles…” Levanto los puños –primero el
derecho, luego el izquierdo – para infundirles seguridad. “Hoy o nunca”.
Hoy. Yo. Campeones. Putoamo.
Me apetece mear, debo
haber cogido frío. O son los nervios. He pasado junto a la copa sin mirarla. He
escuchado el himno en silencio, con los ojos cerrados, preguntándome si los
espectadores notarían la presión en mi vejiga, si estarían
aprovechando tan solemne momento para aliviar las suyas. Me he abrazado a los
compañeros con la apresurada incomodidad de quien siente que ha dejado algo a
medio hacer. Estaba casi metido cuando el segundo entrenador
me ha retenido para recordarme no sé qué de evitar el patadón…. “Vale,
tranquilo”. Mierdaconsejos. Campeones. Putoamo.
Concentrado.
Los porteros no tenemos
manías, puede que costumbres… Saltar los últimos al campo. Yo
suelo hacerlo. Alguna superstición. La bota derecha, primero. Desde
infantiles. Quizá un rito. Tocar los dos postes, colgarme un segundo del
larguero. Joder, se me olvidaba; ya está, menos mal. Concentrado. Obsesiones
inocentes que en el fondo nos dan seguridad. ¿Manías? Nunca, podrían
desestabilizarnos. Mi chicle, ¿dónde coño he puesto el chicle? Claro, por eso
me estoy haciendo pis… En cuanto la pelota vaya fuera, les pido que me acerquen
uno. Atrae los disparos de los delanteros… ¿y si tiran antes? Que me
traigan el paquete entero. Mejor tenerlo a mano. Concentrado.
Hay demasiado mito con
los porteros. Los guardametas, los arqueros, los cancerberos,
que dicen los cursis… Chorradas de periodistas. Todo vale por una
historia bonita, de esas de superación personal y héroes solitarios bajo las
bombas. Como yo. Hoy. Campeones. Putoamo.
Recuerdo la primera vez. Había fallado dos
penaltis y mis compañeros me castigaron. Un gol y otro, y otro… nos
metieron siete. Acabé llorando, pero descubrí que era la única posición donde
me dejaban mandar. Desde aquí puedo gritar lo que quiera y además tienen que
hacerme caso… Veo el juego mejor que el árbitro. Este no me gusta un
pelo. Dicen que los equipos de amarillo nunca ganan cuando pita. Y su camiseta
me recuerda a la que llevaba aquel partido copero en que me rompí la tibia. Qué
sospechosa esa carita.
Hubiera preferido
empezar en la otra portería, rodeado por los nuestros. Vaya desastre,
creo que no he ganado un sorteo en todo el campeonato. Da igual, lo que
importa es el brazalete. Y saber mentir. “Bien, justo lo que
preferíamos”. Putoamo capitán. Yo. Me
santiguo. El ayudante levanta el pulgar. Asiento. Le sonrío. Gilipollas.
Concentrado. “Vamos, chavales, pero ¿qué es esoooo?”. No puede ser
, ¿quién coño ha mandado sacar de centro a nuestro número 13? “¡Tú,
no, Cenizoooooo…!”
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