El domingo
me fugué con un alfil. De repente. Hasta pronto. Anochecía sobre la nave abandonada
y no acababa de ver la luz en nuestra partida de ajedrez. Sin
aviso, lo agarré y echamos a correr derribando una torre, esquivando las dentelladas
de los caballos, ignorando la cólera de la reina menospreciada. El enfado, “¡que
te den!”, de mi rival. Se quejaba de que tenía ventaja. Imbécil...
Enfilamos la
Diagonal y salimos de la ciudad. Solo frenamos en el peaje. El empleado pareció
advertir el rictus acartonado de mi copiloto. Para evitar preguntas, le tendí la tarjeta de crédito. “Chasgracias”. Me la devolvió solícito. “Quitiene”.
Barrera arriba, vía libre. Elegí una música agradable y comencé a silbar, la
ventanilla bajada como en las películas. Fatigados, quizá felices, refugiados
en el silencio.
Era casi medianoche cuando me registré en el hotelito. El recepcionista, la mirada fija en mi acompañante, alzó una ceja y se sintió obligado a obsequiarnos con una advertencia en voz baja. “Este es un establecimiento discreto, ya saben…” A su espalda, dos gemelos todavía vestidos de fiesta obligaban a su hermana pequeña a comerse sin rechistar la tierra de un tiesto.
Era casi medianoche cuando me registré en el hotelito. El recepcionista, la mirada fija en mi acompañante, alzó una ceja y se sintió obligado a obsequiarnos con una advertencia en voz baja. “Este es un establecimiento discreto, ya saben…” A su espalda, dos gemelos todavía vestidos de fiesta obligaban a su hermana pequeña a comerse sin rechistar la tierra de un tiesto.
Ya en la
habitación, después de ducharnos, comenzamos con el mate pastor. Frente a
frente, sin límites ni enroques, experimentamos con placenteras variantes en
las posiciones más arriesgadas. Practicamos a ciegas, reinventamos el gambito
damiano, nos entregamos con regocijo hasta firmar unas extenuadas tablas.
A la salida,
el conserje volvió a la carga. “Comprenderá que…”. Por favor, no se confunda. Un
maniquí como el que usted ve significa sugerencia, trivialidad, vacía
provocación. Acaso deseo, nunca sexo. “… a las familias que vienen a
descansar…” Un alfil, o es que no se da cuenta de la diferencia, supone violencia
explícita. Va, vuelve, mata a distancia
como un francotirador y desaparece. No pregunta, ejecuta. “… podría
molestarles, por los niños, que usted...". Un disparo. De repente. Chiquillos asustados. Hasta pronto. La
segunda huida.
Insomne y
sobreexcitado, pasé por casa para asearme. Mi pareja había dejado una nota. “Te
estuve llamando toda la tarde pero estabas fuera de cobertura”. Jamás tomó en
serio mi pasión por el ajedrez. Qué triste, qué reconfortante. Cómo confesar
que ese alfil fatal que me espera al volante dicta todos mis actos, gobierna
por control remoto mis movimientos.
4 comentarios:
Bueno, muy bueno, Santiago.
Gracias, anónimo lector. Me alegro de que te haya gustado. Un saludo!!
Santiago, tus lectores estamos anhelantes: queremos más textos.
Firmado: Anónimo (realmente Adolfo)
Gracias, anónimo (realmente Adolfo) Estoy atravesando un pico de trabajo (afortunado yo) e incumpliendo mi promesa de escribir más a menudo. También estuve unos días fuera... lo contaré pronto. Un abrazo.
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