Ganar un debate electoral puede ser importante pero lo
decisivo es no perderlo. Destripadas desde hace meses las propuestas y
contrapropuestas, proclamado un ultimátum cada hora e innumerables desencuentros en las redes sociales, quedaba poco margen para
la sorpresa ante el pulso dialéctico entre los cuatro principales candidatos. La
línea roja estaba pintada sobre todo en la paciencia del espectador. La noticia
fue sólo una previsión, una foto, un formato rígido, un envoltorio con música
de cámara. El contenido, el tono más contenido de las discusiones.
Aunque sea por lógicas ajenas a la política, los ciudadanos
podemos intuir quién se impone en un cara a cara, lo que no implica que
modifique nuestro voto. Pero ¿quién gana y quién pierde un debate a cuatro? Más
que por el resultado, los titulares del
pasado lunes se deducen de las batallas planteadas y evitadas.
Mariano Rajoy, hombre cabal, tiende a retratarse como un firme
partidario de la realidad; otra cosa es que ésta sea exactamente como él la
presenta. No se apartó del libreto. Esgrimió los datos buenos y desvió el balón
hacia la herencia recibida cuando le recordaron los malos. En el primer minuto prometió “dos millones
de empleos”; en el último lo repitió con la esperanza de que algún
somnoliento entendiera “cuatro”. Y regaló
su elogio favorito al votante. Frente al catastrofismo, “España es un gran
país”. Gol de Piqué en el minuto 87. La mejor noticia para el presidente
apareció el martes en la portada del Marca.
El candidato del PP se cuidó mucho de discutir con Pablo
Iglesias, de no situarle a su propia altura ni verse sorprendido por un dardo emocional
inesperado. Le interesaba más, y le salió bien, mostrarse como el blanco de
todos los ataques, como el último bastión de la sensatez frente a la
inexperiencia. “Aquí se viene aprendido”, espetó a sus oponentes.
Rajoy no perdió el debate y por eso pudo ganarlo. Pero
tampoco resultó ileso. Rivera le hizo perder pie durante unos minutos al acusarle
directamente de haber cobrado más de 380.000 euros en “b” y haber tolerado con
su pasividad el desarrollo de la corrupción en su partido. Cuestión distinta es
si eso le restará votos. Lo más probable es que, en medio del clima favorable a la gobernabilidad, tampoco le hagan falta.
Pedro Sánchez estaba obligado a acorralar al candidato del
PP. Lo hizo sin ensañarse ni salirse del guión. Por el contrario, insistió
tanto en reprochar a Iglesias que no apoyara hace unos meses su “gobierno del
cambio” que el candidato de Unidos Podemos se permitió recordarle más de una
vez que él no era el rival. Pero sí lo era.
El tono plano del candidato del PSOE sale perdiendo en
comparación con su cruento cara a cara de diciembre con Rajoy, pero le permite
mantenerse en una posición central con fecha de caducidad. Hoy le sirve para
defender un cambio tranquilo, heredero de su reciente pacto con Ciudadanos.
Mañana sólo le habrá sido útil si, paradójicamente, gracias a esa centralidad ha
vencido en la batalla de la izquierda.
Sánchez perdió, según la impresión más generalizada. Perdió
porque no ganó pero no le enterremos todavía. En la campaña anterior estuvo
muerto, en marzo llegó a optar a una improbable investidura y ahora mismo hace
equilibrios sobre el alambre. El
candidato socialista ha planteado las elecciones como una disputa por el
segundo puesto contra las encuestas y Unidos Podemos. Parece el más inconsistente, pero la proximidad de una debacle y la indignación contra Pablo
Iglesias son precisamente los mecanismos capaces reactivar a una parte de los
seguidores del PSOE que desertó a la abstención. Su partido está amenazado de
muerte; Pedro Sánchez tiene experiencia en resucitar. No será nada fácil porque
no quedan más debates. Pero ya lo hizo hace meses.
Pablo Iglesias buscó a Rajoy por todas las esquinas del
debate. Le rebatió con datos, contrapuso al presidente los argumentos de la
izquierda clásica y hasta recurrió al Marx transversal, Groucho, para elevar
sobre las promesas de empleo la burla del cómico: “y tres huevos duros”. Ni por
esas le concedió el presidente en funciones un baile y mucho menos el estatus de alternativa.
No hubo cal viva ni alusiones a liderazgos
cuestionados. El candidato de la izquierda indignada evitó cualquier mención
hiriente para el PSOE, aunque trató con cierta suficiencia a Sánchez al
recordarle que tras el 26 de junio tendrá que elegir entre él y Rajoy. Por
cansancio o comedimiento, Iglesias evitó encenderse, aunque acusó el golpe
sobre los vínculos de su partido con Venezuela que le lanzó Albert Rivera.
“Alegría” y “esperanza” fueron de nuevo los valores de su minuto de oro. Ni
perdió ni ganó, pero ha pasado el tiempo y Unidos Podemos ya no es virgen; sobre
su espalda transporta la gestión en algunos ayuntamientos, las discrepancias
entre confluencias y la impresión de ansia de poder transmitida por su líder en la
anterior y breve legislatura.
Albert Rivera se pintaba como el valor emergente de la
política española justo hasta que comenzó la campaña anterior y empezaron a
pesarle la inexperiencia y la descoordinación en Ciudadanos. Con las encuestas
centradas en la evolución del PP y en el duelo de izquierdas, llegó al debate
alejado de los focos. Empezó en segundo plano, casi desactivado. Hasta
que se desató a propósito de la regeneración democrática. Conquistó el
protagonismo al acorralar a Rajoy con la corrupción e interpelar con agudeza a
Iglesias sobre la deuda de Izquierda Unida, la relación con Venezuela y los
comportamientos poco éticos de Errejón y Monedero. Al final, salió reforzado y
con la impresión de que puede llegar a influir en la formación de un futuro
gobierno. Otro flanco abierto para Sánchez, en campaña no oirán un "que se besen".
El esperado encuentro en la cumbre dejó un poso anodino. No
hubo “sorpasso” ni “sanchasso”. Ni siquiera sorpresa. Los espectadores no tendremos
derecho a quejarnos de que los candidatos no marcaran programa. Lo hicieron
hasta la extenuación. Tantos gestos con vocación de espectáculo y tantas intenciones
inconcretas de la última legislatura han acabado por convertir estas confrontaciones
de propuestas en un tedioso catálogo. Aun así, el atractivo de la nueva y la
vieja política compitiendo en atriles contiguos interesó a más de diez millones
de espectadores. Pero tras un lustro de
sobreexcitación emocional y meses de cansancio no pareció capaz de movilizar los
corazones. Debate nulo, Rajoy da un paso adelante para retener el título.
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