Hay mañanas, plomizas mañanas, en las que hasta un presidente del gobierno puede aburrirse. El opositor que fue terminó hace meses su último examen en las
urnas; el recandidato a la reelección
observa, entre indolente y fascinado, un reloj de arena.
Probablemente Mariano aprovecha para caminar, despacha los informes y sobrevuela algún periódico; seguro que le
genera una comprensible pereza asomarse, quizá por conocidas, a las
‘Memorias de Adriano’: “Desde hace algunos años se supone que gozo de una
extraña clarividencia, que conozco sublimes secretos. Es un error, pues nada sé”.
Mirusté, remataría impertérrito.
Los niños y los locos desnudan la verdad, los humoristas a
veces consiguen anticiparla. El imitador de Carles Puigdemont, presidente de la
Generalitat, que en enero llegó a conversar durante unos sorprendentes minutos
con Rajoy dejó al descubierto que, entre tantas envenenadas herencias recibidas
de Zapatero, su favorita es aquel traje de increíble
hombre normal que el dirigente socialista olvidó, perdido el apresto con
tantos ajustes, en una percha del despacho.
Y la "normalidad institucional" acabó imperando. Diecitantos desafíos
más tarde, los representantes de la Cataluña sin cordura y la España sin
gobierno compartieron la semana pasada sus discrepancias en un ambiente cordial. “Vengo a pedir la independencia”. “De eso aquí no tenemos, pero pase y siéntese”, podría haber respondido Rajoy. Hasta los órdagos decaen por cansancio, nunca un
funcionario atizó la revolución.
¿Dónde está el político que vivía ‘en el lío’ permanente en
casa y en Bruselas, el cirujano que recurrió a las sangrías para regalarnos cuatro
años más de vida, aunque no de alegría? Tras el 20-D, Mariano-de-perfil-bajo ha
optado por sentarse en segunda fila mientras sus rivales se enviaban
documentos, firmaban acuerdos solemnes, se estampaban tuits, proclamaban
reproches concebidos para llenar minutos de televisión.
Con la excepción de sus punzantes intervenciones en la
no-investidura de Sánchez, el mandatario
desmovilizado ni ha alzado la voz. Como si no le importara el apoyo conquistado en las
urnas, como si la rampante corrupción
hubiera aterrizado en su partido procedente de una galaxia lejana, como si la
investidura o su propio futuro le resultaran un asunto ajeno.
Si, como un día aseguró, “no hacer nada” constituye una opción razonable, Mariano Rajoy la ha
aplicado desde enero con disciplina germánica. Su actitud despierta
sensatas inquietudes pero irónicamente puede conectarle con tantos votantes
de este país en suspenso. Agotados por el ruido, escépticos contra el cambio, proclives otra vez a ceder indiferencia para ganar tranquilidad. Parece todo, mirusté,
tan español... y a lo mejor hasta se basa en una reflexión sobre el poder.
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