Pasó San Valentín, a Cupido le liquidaron su
contrato precario y ahora promociona una app de encuentros discretos para
políticos. Podría haber prosperado: a ninguna unión eterna por cuatro años le salen las cuentas.
Confusos sentimientos atormentan a Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, vecinos desde hace poco en la escalera izquierda, rivales de campaña enlazados por la sonrisa del destino que semanas atrás se despacharon prolijos inventarios sobre el reparto de la dote, anteayer designaron padrinos y no han encontrado aún el momento de prometerse un amor etéreo y, por descontado, condicional.
Confusos sentimientos atormentan a Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, vecinos desde hace poco en la escalera izquierda, rivales de campaña enlazados por la sonrisa del destino que semanas atrás se despacharon prolijos inventarios sobre el reparto de la dote, anteayer designaron padrinos y no han encontrado aún el momento de prometerse un amor etéreo y, por descontado, condicional.
Su intento de vestir la política con los encantos de la
transparencia amenaza con desnudarla en un reality-chow
algo bochornoso, con despachos a medida y competencias parcheadas que asoman bajo los escuetos, púdicos ropajes del interés general. Qué difícil
resulta seducir cuando el traje se teje sobre la pasarela. Qué complejo debió ser comunicarse vía WhatsApp, para que los líderes de PSOE y Podemos
contaran en Twitter a cientos de miles de personas que su anhelado interlocutor
no contestaba. Mmm. Qué hondos resquemores anidaban en sus corazones mientras sus intermediarios se arrojaban advertencias, cada vez
menos sutiles, en concurridas ruedas de prensa. ¿Estaban engañándose? ¿O engañándonos?
Más que al ‘teatro’, como acusó primero Pablo, evocan sus relaciones
con Pedro el género folletinesco. Tras los enconados ataques en campaña, una noche de
escrutinio comenzaron los requiebros, arrullados por los sones "del progreso y del cambio". Se distanciaron luego con romántico desgarro: exigencias,
cartas devueltas con enmiendas y tachones. Sucumbieron más tarde a la picardía
celestinesca. Pero cuando la habilidad de Alberto Garzón había conseguido apretujar en una concurrida mesa a 23 componedores de un programa común, las incertidumbres de la convivencia se
impusieron a los gritos de ‘que se besen’.
Pablo pretende cohabitar y compartir hasta gobierno; dos cepillos de dientes, y lo que ello conlleva, en el mismo cubilete del Palacio de Moncloa. Pedro ha optado ya por una relación más abierta –"no excluyente", dice- que incorpora al liberal Albert Rivera. Pablo le borra de sus contactos, aunque promete esperarle en otra estancia llamada futuro. Telenovela a la vista.
Pablo pretende cohabitar y compartir hasta gobierno; dos cepillos de dientes, y lo que ello conlleva, en el mismo cubilete del Palacio de Moncloa. Pedro ha optado ya por una relación más abierta –"no excluyente", dice- que incorpora al liberal Albert Rivera. Pablo le borra de sus contactos, aunque promete esperarle en otra estancia llamada futuro. Telenovela a la vista.
El primer indicio de un desenlace infeliz fue que ambas partes dedicaron mayores esfuerzos a las comparecencias que a las reuniones. Servidumbres de la comunicación en esta era de
la fugacidad retransmitida a la que nadie se resiste. Rajoy, sin ir más lejos, estrechó en privado la mano de Pedro Sánchez
durante el breve e intenso desencuentro que mantuvieron en el Congreso, pero –a juzgar
por las imágenes- bien se preocupó por demostrar lo contrario en público. Lo
hizo a su muy mariana manera: mirando
al tendido. De momento ha reconquistado un papelito, siquiera secundario, en
la función de investidura: ¿cómo saludará al líder socialista? ¿Le propinará un
indisimulado pisotón? ¿O, fiel a la solemnidad de la sesión parlamentaria (y a
sus propios principios), no hará nada?
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