Foto difundida por @miquelroig en Twitter |
A la hora de aquel viernes en que
sus soberanistas señorías entonaban Els Segadors, las terrazas de Madrit se encontraban abarrotadas de
indiferencia. Sólo algún parroquiano hipermovilizado reaccionó a la alerta de su teléfono móvil
levantando de forma enérgica un brazo para reclamar otra caña. A esa misma hora,
sin más alma que el ordenamiento legal, empezaba a acelerar, obsesivo y ruidoso, el
martillo neumático del Estado.
La ficción empezó a desvanecerse en el preciso instante en
que rebasó su propia burbuja y trató de gobernar
la realidad. Hasta entonces salía simpática en las fotos de turistas y demás pescadores de épicas prestadas. Con cierta complicidad exterior, había logrado
disfrazar como revolución democrática lo que no pasaba de involución: una
revuelta alentada desde el poder con fondos públicos, el difuso malestar de un Primer Mundo en crisis, sus emociones inflamadas hasta la cefalea.
La rebelión catalana no nació clandestina, como las de verdad, sino que se anunció y proclamó para contagiarse entre pantallas. Y la ficción
funcionó porque, -por fortuna- sin hambre ni opresión que llevarse a la boca, en
ficciones se basaba. En la primera temporada de la serie, ‘Espanya ens roba’,
Artur Mas había conseguido travestir su insolidaridad de ilusión patriótica y
envolver la corrupción de CiU en una estelada. En la segunda, ‘Votarem’,
Puigdemont, aunque fuera con mentiras, defendió eficazmente sus urnas sin censo,
llamó a una democracia ajena a la ley común, denunció agresiones a quienes blindaban un delito. Ahí acabó todo. Porque el relativo éxito en la organización de la
farsa se precipitó hacia el fracaso al presentar sus tramposos
resultados como vinculantes.
Lo que el Govern podía presentar como una victoria simbólica se transformó de repente en el episodio piloto de una derrota, al consumar con sus constantes apelaciones a la calle la conversión de un problema político en una cuestión de orden público. La primera factura es personal: consejeros destituidos que entran en la cárcel. La segunda, institucional. La necesidad de una reflexión sobre la democracia española y sobre la inserción en ella de Cataluña (y del resto de comunidades) ha quedado a la fuerza postergada hasta el restablecimiento de la Constitución, que a su vez dificultará ese debate.
Lo que el Govern podía presentar como una victoria simbólica se transformó de repente en el episodio piloto de una derrota, al consumar con sus constantes apelaciones a la calle la conversión de un problema político en una cuestión de orden público. La primera factura es personal: consejeros destituidos que entran en la cárcel. La segunda, institucional. La necesidad de una reflexión sobre la democracia española y sobre la inserción en ella de Cataluña (y del resto de comunidades) ha quedado a la fuerza postergada hasta el restablecimiento de la Constitución, que a su vez dificultará ese debate.
Como parecía previsible en un movimiento desprovisto
de racionalidad, la pugna los diferentes actores nacionalistas ha demostrado que no
había más argumento que la huida hacia adelante y ha dejado al aire sus reiteradas imposturas. De la Cataluña
próspera se ha pasado al éxodo empresarial y al significativo aumento del paro en octubre. El deseo de un rápido
reconocimiento internacional apenas se escucha entre el apoyo de Otegi y el estruendoso silencio o rechazo de los países más avanzados. En cuanto al derecho a votar, podrá ejercerse
(¡por cuarta vez desde 2010!) con la participación de todos el 21 de diciembre.
Con una orden de detención contra él, el president todavía reclama un papelito como candidato en ‘155’, la temporada que otros ya han escrito. Parece difícil que se lo den; al autoproclamado aspirante a mártir el traje de héroe
le queda cada vez más grande. El 1 de octubre, aquel domingo que envió a sus
seguidores a ser apaleados, cambió de coche a escondidas para que nadie
molestara su voto. Días más tarde, evitó contestar con claridad a los
requerimientos del Gobierno para certificar si efectivamente había declarado la
independencia antes de suspenderla. El
viernes 27 llegó a ocultar su papeleta cuando el Parlament semivacío aprobó la proclamación de la República
catalana. Ahora, retirado en Bruselas “por prudencia”, prefiere no personarse
ante la Justicia mientras reclama a sus seguidores que defiendan las
instituciones catalanas.
El último (por ahora) protagonista de ‘El procés’ se encuentra encerrado
en una pompa de jabón que encoge de forma irreversible. Su salida de España supone, además, uno de los motivos recogidos en el auto de la Audiencia Nacional que envía a la cárcel a sus compañeros destituidos del Govern. Aunque podrá debatirse si es excesiva o políticamente inoportuna la orden de prisión provisional contra ellos, lo cierto es que ni un sólo día dejaron de jactarse de palabra y por escrito de su firme intención de violar la ley. Quienes presumieron de utilizar una institución del Estado, la Generalitat, para romperlo se escandalizan de que ese mismo Estado se
defienda y los persiga. ¿Qué esperaban? Como en aquellas españoladas que sobrevolaban altos ideales
para acabar hundiéndose en lo tragicómico, Puigdemont probablemente preferiría
despertar y comprobar que esta película ha sido un mal sueño. Porque, desvanecida su ínsula Barataria, desde Bruselas sólo transmite miedo y desconcierto ante la realidad que ha engendrado con las ficciones que encabezó.